La cuarentena estaba empezando a pasarle factura. Ana tenía de por sí una mente con tendencias suicidas, pero el aislamiento de los últimos días le estaba llevando a límites que no había sufrido nunca. La pena le pesaba tanto que le costaba horas levantarse de la cama. La rutina no daba ahora ni un poquito de tregua a sus pensamientos, por lo que estaba a punto de perder la cabeza.
Ese día se levantó, como todos, a duras penas, pero con un sentimiento de esperanza ciertamente extraño inundándole el pecho. Decidió darse un baño, pues el agua caliente rozando su piel era lo más cercano a la felicidad que podía experimentar sola en casa. Puso música para intentar distraerse y encendió unas pequeñas velas que encontró por su habitación. Cuando se metió en la bañera, dejó su mente en blanco. «No puedo seguir así», pensó mientras dibujaba círculos en el agua con los dedos. «Ojalá conseguir que la tristeza constante desaparezca, o, como mínimo, que se haga cada vez más pequeña».
Salió del agua a la media hora, sintiéndose limpia y renovada. Se vistió y dirigió a la cocina. Su casa era un pequeño apartamento situado cerca del centro de la ciudad, muy luminoso. La cocina, americana, estaba unida al salón y daba un aspecto abierto muy acogedor. Tenía grandes ventanales que permitían al sol entrar con fuerza los días despejados. Hoy era uno de esos días. Se preparó un café mientras los ojos de Thor, su gato, seguían con detalle cada movimiento que hacía. Le acarició y dedicó unas palabras cariñosas. Se sentó en el sofá y observó con recelo el lienzo que hace meses tenía en blanco. Estaba colocado sobre un caballete al lado de una de las ventanas, esperando a que ella decidiese dar el paso y darle vida.
Con el Estado de Alarma, no podía salir de casa más que para hacer la compra y sacar la basura, así que aprovechaba ambos momentos para respirar un poco y sentir que seguía teniendo los pies en este planeta. Es curioso como el aislamiento puede hacernos sentir extraños en nuestra propia ciudad, como si no perteneciésemos ya a la comunidad social que nos vio crecer.
Aquel día tocaba bajar la basura, para lo cual esperaba a que fuera de noche y hubiese aún un número menor de personas del que de por sí transitaba esos días la calle. Cuando llegó su hora habitual, se vistió despacio. No tenía ninguna prisa. Se calzó, cogió las llaves y las bolsas y se despidió de Thor, que le respondió con un maullido lastimero. Bajó por las escaleras, algo que no solía hacer cuando la situación era normal, y salió del portal. Cuando llegó a donde estaban situados los cubos, se topó con otra persona que al parecer había tenido la misma idea que ella. Llevaba una bolsa en una mano y la correa de un perro en otra, pero no se veía al animal por ninguna parte. Ana tiró las bolsas y se dirigió de nuevo hacia su casa, pero se frenó al oír una voz dirigiéndose a ella.
— Hola, perdona. No quisiera molestarte pero he bajado a pasear a mi perro y bueno... Se ha debido de escapar mientras iba a tirar esto — dijo, levantando ligeramente la mano en la que tenía la bolsa —. Sé que no podemos ir juntas por todo el tema del virus, pero si pudieras ayudarme...
Le temblaba la voz y su cara era de pánico absoluto.
— Claro, ¡no te preocupes! Seguro que lo encontramos enseguida. No ha podido ir muy lejos, ¿cómo es? — respondió Ana, sonriendo.
La chica le dedicó una sonrisa enorme y le explicó que se trataba de un perro grande, parecido a un husky pero de color marrón claro y negro. Respondía al nombre de Rak y tenía ciertas tendencias escapistas. Decidieron separarse un poco para buscarlo en los alrededores, y al cabo de unos cinco minutos su dueña dio con él. Gritó "Rak" entusiasmada y el perro fue corriendo a su encuentro, moviendo el rabo con fuerza y dándole lametones por toda la cara. Ana fue también, riéndose de la escena que estaba contemplando. La chica desvió entonces su atención hacia ella, y volvió a sonreírle como antes. Tenía una sonrisa preciosa, y era muy guapa. Se quedaron un rato así, mirándose, hasta que Rak comenzó a ladrar a algún gato callejero, dándoles un susto y sacándoles del ensimismamiento en el que habían caído.
— Me llamo Carla —, dijo entonces. — Muchísimas gracias por ayudarme.
— Yo soy Ana, encantada. No ha sido nada, de hecho... Te he servido de poco. Te daría dos besos o un abrazo, pero hoy en día es jugársela mucho.
Ambas se rieron, dirigiéndose de nuevo a la zona de los contenedores. Tras unos segundos mirándose con timidez, se despidieron, aunque ambas parecían querer alargar el momento y ninguna daba el paso. Tuvo que pasar un coche de la policía para sacarles de ese bucle y que se fuesen definitivamente cada una a su casa.
Cuando entró por la puerta, Ana respiró profundamente. «Qué sonrisa tan bonita, parecía tener luz propia», pensó. Se quitó la ropa y puso de nuevo el pijama para meterse en la cama y leer un rato. No tardó en quedarse dormida.
Esa noche, soñó con Carla.