En la esquina Oeste de la calle peatonal, un indigente dibujaba, allí mismo, a óleo y vendía sus pinturas a los viandantes. En los pequeños balcones de los pisos florecían las primeras orquídeas que daban color y vida a aquella calle. La primavera dio su primer aviso y la ciudad lo agradeció saliendo a recibirla. Jorge también salió a recibirla, pero confiaba en que la primavera le trajera algo más que buen tiempo.
Hacía unos meses Jorge era feliz, tenía su pareja ideal, se sentía importante en su equipo de fútbol, y estaba a punto de terminar bachillerato y comenzar una carrera. Pero la vida, que te da más fuerte cuando mejor estás, le dio uno de los golpes que peor supo encajar, la infidelidad de su chica. A pesar de todo, estaba decidido a encontrar a alguien especial con quien compartir sus tristezas y sus alegrías. Cruzó la esquina de la Calle Peatonal por la parte Oeste, encontrándose así con el artista, y viendo en el lienzo la silueta de una mujer en un primer plano y una larga calle de fondo.
Por el otro extremo venía Julia, una chica pelirroja con una cara angelical, unas gafas de pasta y algo entrada en carnes. Ella nunca había tenido ninguna relación con chicos, excepto sus idilios platónicos con compañeros de clase, los cuales nunca lo supieron. Era una chica muy tímida y reservada. Quizá porque vivió sin el cariño de su padre desde que la abandonó. Quizá porque desde el colegio era el objetivo de burlas por su color de pelo o su peso. Quizá una mezcla de todo.
Cuarenta y dos pasos después para Jorge, que tenía una mayor zancada, y cincuenta y seis para Julia se cruzaron. Y fue en ese preciso instante cuando los dos alzaron la cabeza y en un segundo, vivieron una vida entera.
Él se imaginó armándose de valor para saludarla e invitarla a un helado de vainilla en la Heladería de la Calle Mayor, donde servían unas copas de galleta de donde comían los dos mientras sin pronunciar palabra, solo con la mirada, hablaban y abrían sus corazones como nunca lo habrían hecho.
Ella se imaginó sentados en un banco del parque San Blas, donde sus labios encontraron el calor que anhelaba, con el dulce sabor a vainilla, con los ojos cerrados y el corazón abierto.
Ella se imaginó enseñándole a patinar, pegándose trompazos varios.
Él se imaginó preparándole una cena especial con velas y música de fondo.
Ella imaginó su primera vez, con la única música de fondo que sus gemidos.
Él se imaginó yendo a comer a su casa y conocer a su familia, en especial a su hermano pequeño con el que jugarían los tres.
Ella se imaginó de vacaciones en la playa, nadando hasta lo más lejano posible
Él se imaginó tumbado en la playa dados de la mano y observando las estrellas.
Ella se imaginó viviendo juntos en otra ciudad con aires renovados, sin importarles los demás.
Él se imaginó trabajando para un periódico local.
Ella, siendo ya doctora, se imaginó recibiendo la mejor noticia que podría pasar, su primera hija.
Él se imaginó de rodillas, en algún lugar recóndito, enseñándole un precioso anillo.
Ella se imaginó vestida de blanco, con los pies descalzos sobre la alfombra roja, frente al mar.
Él se imaginó desmayándose en el nacimiento de su primera hija.
Ella se imaginó a los tres juntos, viendo los primeros pasos de la niña.
Él se imaginó haciendo el amor sin dejar de sonreír hasta el alba.
Ella se imaginó la llegada de otro miembro más, Erik.
Él se imaginó afortunado cuando lo echaron del trabajo y ella siempre estuvo a su lado.
Ella se imaginó despidiendo a su hija que dejaba el nido y se independizaba.
Él se imaginó el primer partido de Erik, defendiendo la portería, como él.
Ella se imaginó viajando a París, a Roma y a Nueva York, el pequeñajo se quedaba con la abuela.
Él se imaginó la boda de su hija.
Ella su primer nieto.
En el último tramo de aquel maravilloso instante ambos se imaginaron a la vez arrugados y abrazados esperando a que la muerte se los llevara juntos. Pero nada de aquello pasó, volvieron la mirada al suelo y siguieron cada uno su camino. Eso fue un amor verdadero aunque a penas durara un instante. Se amaron incondicionalmente pero fueron muy cobardes. Jorge se dio de bruces con lo que buscaba y se asustó. Julia no fue capaz de vencer su miedo al rechazo por un amor ideal.
Cuando Julia iba a girar la esquina miró hacia atrás, momento justo en el que Jorge también se giró, una milésima de segundo que se volvió a hacer eterna pero que volvieron a desaprovechar devolviendo la vista al suelo. Julia volvió a su camino pero alguien llamó su atención. El indigente, con una enorme sonrisa, le regaló el lienzo que tenía en el caballete.
Quedó asombrada al descubrir que en un primer plano estaba ella, con su pelo anaranjado y sus gafas de pasta, incluso sus pecas, y en el fondo, aquel chico cabizbajo a punto de desaparecer detrás de la esquina.