El silencio

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Desearía no haberlo visto, morir habría sido un mejor destino...

Thomas se detuvo junto a lo que solía ser el parque del Molino esa tarde de primavera. El lugar se ubicaba a las afueras de una ciudad pequeña —Coruzo, o algo así. No hablo náhuatl—. Su auto necesitaba combustible y la aguja se aproximaba cada vez más a la terrorífica E.

—Tengo que llegar antes de que oscurezca —pensó, mientras su cara pasaba de seria a angustiada. Este lugar tiene fama de ser peligroso. Siempre era mejor idea viajar por las carreteras poco transitadas para correr menor riesgo.

El parque estaba completamente devastado, aún quedaban vestigios de alguna gasolinera a 10 o 15 metros. El lugar era habitado por un cúmulo de autos —si es que aún podían considerarse autos y no chatarra—.Por un lado estaban algunos juguetes muy deteriorados. El viento soplaba de manera violenta, levantando enormes tormentas de polvo. Gran parte de la vegetación del lugar (y de prácticamente todo el continente) había perecido. El oxígeno era cada vez un recurso más limitado, tanto así que portar un traje con reservas de aire respirable es imprescindible —no solamente para poder respirar, sino para que los niveles de radiación no te transformen a nivel celular—.

Bajó del vehículo que había modificado para ser más silencioso. Se estacionó a medio kilómetro del lugar. Thomas avanzaba a modo lento pero muy ágil, teniendo extrema precaución de no ser visto ni escuchado —la última vez que confió en alguien, Sophia... No volvió a ver la luz—. Se movía como una sombra entre los restos de vehículos, donde muchas personas habían muerto. A juzgar por la posición de los automóviles y los restos de chatarra, Thomas intuyó que hubo una colisión muy fuerte. ¿Acaso esas montañas habían sido testigos de la terrible desesperación, infortunio y aniquilación que provocó el ataque del 23 de mayo de 2023? —Todas estas preguntas (que jamás serían respondidas) rondaban por la cabeza de Thomas Berkin—. Vio el reloj de mano; marcaba las 5:37 PM. Inmediatamente después, continuó caminando entre el revoltijo de hierbas secas, chatarra y objetos personales —en tan mal estado que algunos eran difíciles de reconocer—. Se encubrió junto a un bote de basura de forma rectangular y se mantuvo estático por un momento. Lanzó varias miradas con el fin de detectar la presencia de cualquier otro ser vivo a la redonda — en su semblante se veía valentía, pero a la vez angustia—. Para comprobar su sospechosa soledad, tomó una roca junto a él y la arrojó hacia unas láminas que se disponían de manera entrópica. No hubo ninguna reacción alrededor, ni un solo sonido (exceptuando el de las láminas crujiendo). Berkin abrió su mochila y sacó su condenada Beretta 91 A1 —su cargador de 12 cartuchos y su peso de casi un kilo resultaba una pesadilla para quien estuviera del lado del cañón—. De manera discreta continuó avanzando hacia los surtidores de combustible. Se escondió rápidamente entre un dispensador y un vehículo estropeado —el dueño probablemente estaba rellenando de combustible el tanque de su automóvil cuando el desastre ocurrió, inesperadamente—. Sacó de su mochila un contenedor manchado y maloliente y lo colocó en el suelo. Volvió a tomar una piedra y la arrojó hacia la puerta de una pequeña tienda. No hubo reacción. Parcialmente convencido, Berkin se dispuso a tomar el combustible; pulsó las teclas de la unidad de control electrónica, luego tomó la manguera y dispensó el combustible —era más divertido cuando un sujeto en uniforme lo hacía por ti, y claro, m cuando no habían personas dementes dispuestas a asesinarte sin razón alguna—en el contenedor de aspecto percudido. Justo cuando había terminado de dispensar el combustible creyó escuchar algo, algo moviéndose entre las hojas. Soltó la manguera y un poco de gasolina se derramó en el suelo. Tomó la pistola y se asomó lentamente... echó un vistazo y no observó más que un paisaje muerto —mierda, realmente me estoy poniendo nervioso– pensó, sin dejar de tener presente que ya era MUY tarde. Depositó nuevamente el contenedor en su mochila negra y volvió a empuñar su pistola. Caminó de vuelta al carro con agilidad y sigilo, por el mismo camino de hace unos minutos pero recorrido en sentido contrario. El vehículo de Thomas estaba a unos 200 metros, aparcado de manera que pareciera que alguien lo abandonó de manera apresurada, así como todos aquellos vehículos a la redonda. De pronto el claxon de un camión se escuchó a los lejos, al norte. Berkin se escondió rápidamente detrás de un carro. — ¡Cállate, idiota! ¿Acaso quieres que nos haga mierda otro grupo? —Balbuceó un sujeto que portaba una máscara negra cuyo semblante expresaba seriedad—. Por tu culpa la rubia estúpida se escapó. Si vuelves a jodernos la cena, te comeré yo mismo.

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