CAPÍTULO I (El Mensaje)

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Daniel Klein. Por supuesto lo recordaba. A lo largo de los últimos años, en infinidad de momentos, caminando por alguna calle vacía, aguantando los rigores del insomnio a la madrugada o sencillamente mirando la ciudad desde la terraza de mi apartamento, había pensado en él, en su figura bondadosa y gentil, en su inteligencia salida de lo normal, en la estrecha amistad que nos había unido durante los años universitarios. Evocarlo me hacía bien, me fortalecía, me reconciliaba con una de las zonas más cristalinas de mí mismo. Cómo olvidarlo si, de alguna manera, su personalidad tranquila y aguda me había influenciado hasta el punto de imitar varias de sus actitudes ecuánimes y reposadas.
Por aquel entonces, a mediados de los años ochenta, yo había entrado a la universidad con una sola certeza en la vida: que lo único que me gustaba de verdad era leer y escribir. El resto me parecía una farsa de mal gusto, una obra tediosa en cuya trama caían de cabeza los incautos, que desafortunadamente eran la mayoría. No me interesaba el dinero (siempre tuve claro que la plata iba y venia, que era un elemento móvil, fluctuante, una variable que no indicaba mayor cosa), ni el prestigio social, ni el poder, ni el matrimonio (institución llena de trampas invisibles que yo detecté con rapidez), ni los hijos (siempre tuve aversión a tomarme fotografías, me espanta todo aquello que signifique una reproducción de mí mismo, una forma de duplicarme); ni siquiera, aunque parezca extraño, me atraía la (página 1)

imagen de ser un escritor: no quería ingresar al podio de los el ejidos; lo único que me sucedía era que me gustaba escribir, y ya, me gustaba irme de viaje con mis personajes, meterme en otras vidas, ser otro, ir un paso más allá de la inmediatez y conquistar dimensiones desconocidas. Ese temperamento, claro está, me convirtió en un joven retirado y callado, en un estudiante misterioso que recelaba de los académicos y que en consecuencia salía de clases sin dirigirle la palabra a ningún compañero y se refugiaba en la biblioteca en el último rincón que encontraba, donde nadie pudiera saludarlo.
Más de veinte años después puedo verme en aquella época y sonreírme, pues la trampa estaba en que esa forma de actuar escondía de todos modos un sospechoso exceso de confianza en mí mismo, una seguridad que más adelante los años y el sufrimiento se encargarían de hacérmela pedazos.
Y de repente, cuando la soledad de ese joven escritor que era yo en aquel entonces parecía compacta y perfectamente cerrada, apareció en segundo semestre Daniel Klein, con sus casi dos metros de estatura, su melena rubia y su caminar pausado, su sonrisa bonachona, su agudeza intelectual y su erudición literaria. Me agradaba oírlo en clase exponer ciertas ideas sobre los poetas surrealistas o sobre la literatura francesa de los años sesenta (Breton, Michel Tournier): hablaba como midiendo el compás de sus expresiones, con ritmo, como si hubiese preparado cada oración desde una perspectiva musical. Y no había que equivocarse con él: era un estudiante aplicado y muy afectuoso con sus compañeros, pero era también un rival temible en medio de una discusión. La seguridad con la que Daniel citaba sus lecturas y la claridad mental que tenía para analizar ciertos conceptos que al resto de la clase nos parecían complejos o indescifrables, lo convertían (página 2)

en un contradictor que podía
hacer quedar en ridículo a cualquiera. Y, de hecho, solía hacerlo sin perder su sonrisa
habitual, calmado, sin alterarse, como si no se diera cuenta de que el otro estaba sudando y que sería el hazmerreír del resto de la clase por varios días. Esa cierta maldad inconsciente de Daniel era lo que más me atraía de él, lo que me parecía un tanto divertido de su personalidad. Cuando discutíamos sobre algún tema, yo me cuidaba bien de tener los suficientes argumentos como para, al menos, poder resistirlo y, con suerte, en un momento de irreverencia creativa, obligarlo a cambiar de posición y a mirar desde otro ángulo la cuestión. Él se sonreía y se daba cuenta de que mi objetivo no era ganar la discusión, sino descolocarlo, sacarlo de ese fortín desde el cual era invencible. Y algunas veces tuvo que aceptar que el libro o el autor sobre el cual discutíamos era posible analizarlo desde otro ángulo al que él proponía.
Eso fue lo que nos acercó y lo que, lentamente, nos fue haciendo amigos sin que nos diéramos cuenta. Por esos años yo vivía en el centro de la ciudad en pensiones estudiantiles donde no tenía ni baño propio siquiera. Me había ido de mi casa en busca de un destino literario que todavía no sabía si era cierto, o si, por el contrario, se trataba de un delirio, de una ensoñación juvenil, de un ataque de locura que al final terminaría conmigo recluido en alguna institución mental. No tenía dinero para comprar ropa, ni para divertirme ni para entrar a un buen restaurante y comerme un plato sazonado como Dios manda. El dinero lo tenía contado y esa era la razón por la cual también tenía que estudiar en la biblioteca de la universidad o en bibliotecas (página 3)

Diario del fin del mundo. (Mario Mendoza)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora