Primera parte: Abriendo la tierra (2)

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—Debía de ser el despacho del jefe de estación —comentó su padre, limpiando con el brazo el polvo de una parte del escritorio en la que había un papel secante y, sobre él, una mugrienta taza de té en su plato. Junto a ella, un pequeño objeto, descolorido por el tiempo, manchaba de verde la superficie del escritorio: 

—¡Fascinante! Es un telégrafo de estación de exquisita factura. .. Yo diría que es de bronce. 

Dos de las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de cajas de cartón muy deterioradas. Will eligió una caja al azar y se apresuró a dejarla sobre el escritorio temiendo que se le deshiciera en las manos. Levantó la deformada tapa y observó maravillado los fajos de billetes de tren viejos. Sacó uno de los fajos, pero la banda de goma se deshizo y los billetes se esparcieron por el escritorio. 

—Están en blanco, aún no los habían impreso —comentó el doctor Burrows. 

—Tienes razón —confirmó Will, sin dejar de sorprenderse por lo que sabía su padre mientras examinaba uno de los billetes. 

Pero su padre no escuchaba. Estaba arrodillado, tirando de un objeto pesado que se hallaba en un estante inferior, envuelto en una tela podrida que se rompía al tocarla. 

—Y aquí... —anunció el doctor Burrows, mientras Will se volvía a mirar el bulto, que parecía una vieja máquina de escribir con una larga palanca a un lado— tenemos un buen ejemplo de una antigua máquina de imprimir billetes. Un poco herrumbrosa, pero se puede limpiar. 

—¿Para llevarla a un museo? 

—No, para ponerla en mi colección —contestó su padre. Después de dudar un poco, su rostro adquirió una expresión de seriedad—. Mira, Will, no le vamos a decir nada a nadie sobre esto, ¿entendido? 

-¿Qué? 

Will se volvió, frunciendo ligeramente el ceño. Ninguno de los dos iba por ahí pregonando el hecho de que dedicaran su tiempo libre a aquellos sofisticados trabajos subterráneos y, por otro lado, tampoco a nadie le interesaría de verdad. Su pasión común por descubrir cosas enterradas era algo que no compartían con nadie más, algo que los aproximaba el uno al otro, un lazo que los unía. 

Estaban de pie en la oficina. Las lamparillas de los cascos les iluminaban los rostros. Como su hijo permanecía en silencio, el doctor Burrows lo miró fijamente, y prosiguió: 

—No te tengo que recordar lo que ocurrió el año pasado con la villa romana, ¿verdad? Apareció aquel eminente profesor, se apropió de la excavación y se llevó toda la gloria. Yo fui quien descubrió ese sitio, ¿y qué obtuve a cambio? Un diminuto reconocimiento sepultado en su triste ponencia. 

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—Sí, lo recuerdo —dijo Will, acordándose de la frustración de su padre y sus estallidos de furia. 

—¿Y quieres que vuelva a pasar? 

—Claro que no. 

—Bien, esta vez no voy a convertirme en una nota a pie de página. Prefiero que no lo sepa nadie. Esta vez no me lo robarán. ¿De acuerdo? 

Will asintió con la cabeza, haciendo que la luz del casco subiera y bajara por la pared. 

Su padre miró el reloj. 

—Tendríamos que ir pensando en volver. 

—Vale —respondió el muchacho de mala gana. 

El doctor Burrows percibió el descontento de su hijo en el tono de su voz. 

—No tenemos prisa. Podemos explorar el resto con calma mañana por la noche. 

—Sí, ya lo sé —dijo Will con poco entusiasmo, yendo hacia la puerta. 

Su padre le dio en el duro casco unas palmadas de afecto mientras salían de la oficina. 

—Ha sido un gran hallazgo, Will, hay que reconocerlo. La compensación de todos estos meses de excavación, ¿no te parece? 

Volvieron sobre sus pasos y, tras echar una última mirada al andén, se metieron por la abertura. Seis metros más allá, el túnel se ensanchaba de manera que podían caminar uno al lado del otro. Si bien el doctor Burrows se encorvaba ligeramente, el túnel era lo bastante elevado para que pudiera caminar erguido. 

—Tenemos que doblar el número de cinchos y puntales —dijo el doctor Burrows, observando las tablas por encima de sus cabezas—. Porque en lugar de uno cada metro, como dijimos, hemos ido poniendo uno cada dos metros. 

—Desde luego, papá —respondió Will, sin convencimiento. 

—Y hay que sacar esta tierra de aquí —prosiguió su padre, pisando con la bota un montón de barro que había en el suelo del túnel—. Es la única manera de ganar un poco de espacio. 

—Sí, claro —contestó Will distraído, sin ganas de hacer nada al respecto. Con mucha frecuencia, la emoción que sentía por el descubrimiento le hacía olvidar las medidas de seguridad que su padre intentaba establecer. Lo que le apasionaba era excavar, y lo último que le apetecía era perder el tiempo en «labores del hogar», como las llamaba su progenitor. De todos modos, éste raramente le ayudaba a cavar, y sólo aparecía cuando tenía uno de sus presentimientos. 

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13   

El doctor Burrows silbaba distraídamente mientras se demoraba para inspeccionar una torre de espuertas cuidadosamente apiladas y un montón de tablas. De camino a la salida, se detuvo varias veces más para comprobar los puntales de madera que había a cada lado. Los golpeaba con la palma de la mano, y al hacerlo su confuso silbido se elevaba hasta agudos imposibles. 

Al final el túnel se volvía llano y se expandía en una amplia estancia en la que había una mesa de caballetes y dos butacas de aspecto lamentable. Descargaron sobre la mesa parte del equipo, antes de ascender por el último tramo del túnel que llevaba a la salida. 

Justo cuando el reloj del ayuntamiento terminaba de dar las siete, en un rincón del aparcamiento de Temperance Square, se elevó un par de centímetros un lateral de una plancha de hierro corrugado. Esto ocurría a comienzos del otoño, y el sol se inclinaba sobre el horizonte cuando padre e hijo, después de comprobar que no había moros en la costa, retiraron la plancha para dejar al descubierto un gran hoyo con armazón de madera. Sacaron un poco más la cabeza para asegurarse bien de que no había nadie más en el aparcamiento, y salieron del hoyo. Tras tapar la entrada colocando la plancha en su sitio, Will esparció con el pie un poco de tierra para disimularla. 

La brisa agitaba las vallas publicitarias que cercaban el aparcamiento, y un periódico daba vueltas por el suelo como una planta rodadora, esparciendo sus páginas. La luz del sol poniente dibujaba el contorno de las naves de almacenamiento circundantes y se reflejaba en la fachada de tejas rojas de un viejo edificio de viviendas de alquiler. Al salir de allí, padre e hijo parecían un par de buscadores de oro de vuelta a la ciudad después de visitar su mina en las colinas. 

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⏰ Última actualización: Dec 15, 2014 ⏰

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