Luna en el Cielo

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Gen había vivido una existencia inmutable desde el día en que nació. Era feliz rodeado de sus hermanos y hermanas, alegres de jugar día y noche en las profundidades o superficies de las aguas, cantando y riendo al amparo de su padre en las orillas del lago que llamaban hogar, eternos mientras su manto de agua les protegía, aun si Gen sabía, también les ataba.

Siempre había sentido curiosidad por todas las criaturas que no eran como él, desde los pequeños animales que disfrutaban de las aguas de su lago, a la Luna que velaba sus juegos nocturnos, hasta la extraña y sabía mujer que conocía todos los secretos de las trasformaciones. Pero especialmente, era curioso de observar a los humanos. Tan similares en aparecía después de todo, tal vez menos hermosos en ocasiones, y definitivamente más efímeros, mutables.

Pero sobre todo, Gen tenía curiosidad sobre el alma y corazón de los humanos, que pronto entendió, él y los suyos no poseían. Los humanos podían soñar, anhelar, amar y ser amados y, aún si su existencia carnal era efímera, sus almas era eternas, subían a los cielos donde la Luna los amaría y cuidaría para toda la eternidad. Gen entendían que no era algo que pudiera tener y, aunque era curioso, no deseaba fervientemente poseer tales cualidades, era feliz entre las risas, cantos, juegos y cariño que los suyos le brindaban. Eso también debía ser amor, aun si no tenía un alma y corazón humano que lo avalara, tenía que serlo porque, si no, no sabía que más era.

Cuando Gen nació los humanos pasaban raras veces por el bosque que protegía su hogar, a menos que fueran valientes, tontos o desesperados por los favores de fuerzas que no podían comprender. Sin embargo el tiempo cambió, pasó rápido y los humanos cambiaron con el. Aún mantenían un prudente distancia de su lago y su bosque, pero esta vez no era el temor a lo desconocido lo que los alejaba, era lo contrario, era porque era especial. Parecía que eso les hacía instintivamente deseae protegerlo, buscar aprender de él y desearlo, aun si no entendían el porqué y se escudaban en su cada vez más amada lógica y razón.

Aún era poco frecuente ver humanos acercarse a su lago, pero de todas formas le gustaba verlos tomar sus pequeñas muestras, marcar sus incomprensibles notas deseando poner un nombre a aquello que no podían comprender, aquello que pensaban les sería útil. ¿Pará qué? Él no lo sabia.

Cuando los humanos venían, sus hermanos y hermanas solían ir chillando a otro lado del bosque o volver a las profundidades de su hogar en las aguas, nunca entendieron la fascinación de Gen por los humanos. Nunca le importo de todos modos, le gustaba más asi, aun si su padre les advirtió no meterse con los humanos. Aunque, no era como si eso fuera posible.

Los humanos no podían verlo, las aguas eran su hogar, pero también una prisión que no le dejaban marchar fuera, un muro que alejaba los ojos indiscreto de lo que no podían comprender, de lo que si podían ver, tratarían de poseer y que probablemente arruinarian. Gen había tratado, desobediente como era, de hacerse notar por los humanos, pero siempre había fallado. Pronto se resignó, pensó que estaba bien solo viendo, sería feliz mientras pudiera jugar con los suyos y adornarse con joyas para hacer juego con la belleza de la Luna, a quién siempre trataba de arrancar sus secretos ofreciendo sus confidencias a cambio.

De todos modos, ningún humano podía verle o escucharle, ni siquiera tenían la habilidad de sentirlo. Sin mencionar que últimamente habían sido poco diligentes y aburridos al recolectar sus pequeñas muestras y notas, como si ya no les interesara descubrir sus secretos, pero no estuvieron del todo seguros de abandonar el lugar del todo, más por costumbre que por dedicación, entendió pronto Gen. Se preguntó si el tiempo había vuelto las almas y corazones de los humanos aburridas, o tal vez él finalmente se había aburrido de los ellos.

Gen supo que se había equivocado cuando lo conoció. Era un humano adulto, un hombre de cabellos cenizos que se hacían más oscuros en sus largas puntas acomodas diligentemente detrás de su cabeza, el hombre tenía gentiles ojos marrones que recorrían el bosque como si supiera el lugar exacto donde cada criatura se encontraba escondida de su presencia. El hombre extraño tomaba notas con dedicación, fotografiaba cada cosa que le llamaba la atención y recogía las pequeñas muestras sin el más mínimo rastro de fastidio o aburrimiento.

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