Es hoy.
Las estrellas caen frente a mí, una a una el cielo va dejándolas lucirse y bailar en el agua, con ese cinto plata de la luna haciéndose más reluciente. Mis oídos zumban, el tumulto de gente es un hormigueo que va de aquí a allá y el aire se lo lleva a las colinas que puedo ver desde aquí. Hermosas. Hago un escaneo de mi propio cuerpo, y lo que más me irrita son mis pies, resbalándose entre arena tan lento que hasta parece que ella se está despidiendo de mí, anunciándome el inefable momento:
Mi décimo octavo tren.
Los ojos que conozco me saltan en la memoria, como fuegos artificiales recordándome el viaje que con ellos compartí en una barca que cada día se va haciendo más vieja y antigua, menos rápida, menos limpia, menos detallada.
El tren llegará en una hora y mi maleta colgando sobre mi espalda se burla de lo ligera que es, de todos los objetos que dejé atrás, las cartas, las fotos, los juguetes, esas pequeñas cosas que no pertenecían a ningún lado pero me pertenecían a mí. A mi vida y a mi historia, y con los días van perdiendo significado hasta que un día diré ¡Ni siquiera lo recordaba!
Volteo hacia mis espaldas y los fantasmas que me han resguardado en este lugar me miran, desde adentro hacia a fuera, ignorando mi cuerpo, mi piel y mis venas. Como si supieran todo, y los odio por saberlo todo y ya no ser un misterio. Por eso parto, esta vez, es la décimo octava vez.
El aire alborota mi cabello y se cuela por los hoyos de mi suéter helándome la piel. Quiero más frío, quiero más dolor, quiero un último latido en éste lugar que me inste a seguir viva. Me imagino sumergiéndome en el agua profundamente, abrir los ojos y sentir que me arden, que el golpeteo de mi corazón se incremente por la falta de vida que se me escapa y sienta que palpita en mi cabeza hasta que ya no pueda más, mis pulmones revienten y salga a la superficie con un grito de renacimiento.
De piedad.
La luz dorada de la estación ya parece muy lejana, como un suspiro de oro que dejaron los ángeles cuando fueron desterrados del cielo. Ahora solo hay zafiros en la noche, esmeraldas, diamantes, perlas y plata. Cierro los ojos con la cabeza echada hacia atrás y empiezo a dar vueltas.
Vueltas hasta que siento que comienzo a avanzar a un destino y no sé a dónde, posiblemente caiga, ¿pero a quien le importa? Mis brazos se elevan por la velocidad que tomo y parece que el cielo me responde a la danza, envolviéndome de él levantando hojas, componiendo música entre los árboles mientras una risa enloquecida se me escapa de la garganta.
Ahí están, en la oscuridad de mis parpados de lo que escapo, de lo que escapamos, sus sonrisas, sus gritos, sus lágrimas, sus muecas y sus caricias rebosantes de afecto. Me aterran y me ahogan, como sogas jalándome al fondo de la arena movediza dejándome sin oxígeno. El miedo me atiza el corazón en cuanto la sensación de una cuenta regresiva se activa en mi garganta y me detengo.
Caigo al suelo cuando el mundo se inclina demasiado de un lado y me golpeo los codos con las piedras.
¿Volveré a verlos? ¿Volveré a encontrar a la gente de la que he escapado con tanto ímpetu rompiendo sus corazones?... Y si eso pasa ¿Cómo me sentiré? ¿Cómo se sentirán?
Elevo mis rodillas y me sujeto la cabeza mirando al mundo desde una reja de mechones marrones que caen como una cascada resbaladiza desde mi cabeza. Me quema, crear un poco de historia me quema, porque el mundo avanza, el reloj siempre hablándome con sus manecillas al oído diciéndome que si sigo ahí, por mucho tiempo, será muy tarde y una atadura saldrá de la tierra agarrándome las entrañas, ya no tendré escapatoria.
Por eso ando por ahí, por cada tierra que se me ocurre una madrugada y sé que ese será mi próximo destino. Una vez que empiezo, la carretera me hipnotiza cual sirena a un marinero, ondeando como ellas lo hacen con sus esplendorosas melenas. Sumergiéndome al océano. Con una botella de líquido marrón en mi mano, un libro en la otra y dos centavos en el bolsillo.
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18 Trenes
Short StorySiempre ha tomado un tren el día de su cumpleaños. Pero los trenes nunca vuelven.