Quiero volver a ser libre. Retomar mi vida, volver a sentir a mi familia, y a esos lugares que tanto amo pero que nunca valoré hasta hoy, pero esta situación me lo impide. Pareciera que pelear contra ella, es pelear contra mí.
Desde ahora, entiendo que para llegar al punto ciego de la frustración hace falta un muro, uno que me separe del matrimonio con la rutina y la emotividad de mis sueños, junto con el pasado que atormenta con nostalgia, sin haber notado antes que a veces lo ordinario hace más feliz a uno que lo que no lo es.Creo que mi deterioro, hace contraste con mi cordura; al día de hoy creo que no soy más quien me gustaba ser, asfixiada por una mascarilla, amarrada por un protocolo y arruinada por la prevención.
En medio de ideas que me perturban, de remolinos en el estómago, apneas, de horas de suelo que se van volando, ante los demás, solo estoy abrumada, tal vez fastidiada y aunque yo sé que mi mente me hace rehén de la ansiedad, esto es como el café en el desayuno.
Lo sé, mi vida corre sin yo tener las riendas, encarar el mundo, diferente, repuesto o dañado, será retador y más ahora que mi compañía más cercana es el atardecer y aun así sigue habiendo distancia entre la calidez que despunta y mis dedos. Para sentirme fuera no basta asomar la cabeza, pero en esta catarsis, lo único que me consuela es la valentía que genera mi pecho al saber que se reflejarán mis actos en mi autárquico proceder.
Me hubiera gustado no ser parte de una etapa tan crucial y dolorosa para él mundo, pero así es. Me llamo Margo y tengo 19 años. Vivo con mi madre y con mi melliza. Mi madre es soltera. Siempre hemos sabido complementarnos.
Estudio el primer año de Medicina en la UNAM. Mi melliza, padece de un trastorno de conducta, por lo que, desde muy pequeña, tuve que asumir roles de segunda madre, y fue duro. Pero me ayudó a ser más consiente, madura e independiente. Se lo voy a agradecer toda la vida.
El dolor me ha empujado a un nihilismo que se resume en subidas desde las que casi puedo tocar las estrellas, hasta bajadas bruscas en las que literalmente muerdo el polvo. Siento que nada es verdadero, que nada tiene sentido, que nada vale...Todo como un remolino lleno de emociones: dolor, nostalgia y rabia, en definitiva.
El llanto ya es más cotidiano que la risa, que las personas, que todo. Un terremoto tan intenso, tanto que ocurre en mi propio sistema, uno que me arrincona y me deja en el estado más incierto y temido, que me orilla a la desdicha.La enfermedad me consume en vida, el cansancio cada día es más notorio y mi físico no es el mismo que hace meses. Me arrastra a la tumba, me entierra, pero la gran variante es que aún respiro y entre el desgaste y mi apariencia desaliñada, comprendo que día a día me construyo y desconstruyo sobre la persona que era.
Sé que no soy excepción en este contagio social de emociones que ha desencadenado situaciones de estrés y pánico en general. Conozco mis posibilidades ante eso, si no soy contagiada de enfermedad, lo hago de demonios y consecuencias que tiene el espectro social sobre mí. Es mental y no lo es, es serio, aunque no lo parece y sobre todo es inquietante.
Pero sí sé que necesito de un control de emociones, de un enfoque mental, y sobre todo, de paz. El eslabón que me une a la cadena del mundo real está ahí, listo para que me una de nuevo, para que al salir de aquí pueda borrar mi nombre de este relato de horror.
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El retiro incierto
Short StoryRelato en relación a la etapa 2 del confinamiento del COVID-19 en Ciudad de México