Traición

380 6 9
                                    

Yo la había amado. La había amado demasiado y ella ya no estaba. Me abandonó después de una larga agonía. Sé que no estuvo en ella elegir su partida. La enfermedad le fue impuesta y también me fue impuesta a mí, pues tuve que resignarme a aceptar lo inevitable. Cuánto me hubiera gustado que ella estuviese a mi lado “para siempre”, como solía decirme en esas noches frías en las que descansábamos abrazados, esperando a que nos abatiera el sueño; pero no pudo ser así. Ella estuvo conmigo hasta el último día de su vida pero eso no me pareció suficiente. Me sentí solo sin su compañía, me sentí absurdo, como un viajero extraviado en un infinito desierto. La gente, mis familiares y mis vecinos, me tenían compasión. Les resultaba una fatalidad que me hubiera quedado viudo tan joven. Tal vez por eso no me hicieron ningún reclamo por lo discreto de la ceremonia de entierro y, sobre todo, por la ausencia de misas conmemorativas cumplido el mes del fallecimiento de mi esposa. Lo cierto fue que no quise realizar ninguna ceremonia además del entierro porque las misas de difuntos y las subsecuentes recepciones de invitados siempre me parecieron un circo, una prostitución del recuerdo del fallecido y en este caso, tratándose de mi esposa, no quise que se cometiera con ella ninguna profanación al respecto. Por eso me aislé de todos después del entierro, por eso renuncié a mi trabajo y salí de casa muy pocas veces. Quería tener el menor trato posible con la gente. Me daba igual que se mostraran buenos conmigo, que me buscaran la conversación cada vez que me cruzaba con ellos en la calle, como también me daba igual que su solidaridad conmigo fuese auténtica o simplemente política. Todo eso no me importaba, lo único que sentía frente a ellos era una profunda molestia porque estaba convencido de que buscaban entrometerse entre mi esposa y yo, de que buscaban robarnos nuestra privacidad. Solo yo quería tener el monopolio de recordar a mi mujer, solo yo quería llorarla. Nadie más aparte de mí tenía ese derecho.

   Cuando me enteré de que los padres de mi esposa habían celebrado una misa a mis espaldas sentí que la ira se adueñaba de mí. Fui a reclamarles. Ellos argumentaron que habían sentido la necesidad de hacer esa misa, que ellos también tenían el derecho de recordarla y sobre todo de rogar por su alma. Yo traté de moderarme pero no pude. Me encontré gritándoles que lo que hacían era inútil, que esas misas no servían para nada, y que lo que ellos querían no era más que un pretexto para dar una reunión a sus conocidos. Terminé insultándoles. No me contestaron, tal vez por mi condición de viudo, de desvalido emocional. Me retiré furibundo de su casa y, mientras me iba, pude sentir con hastío sus miradas compasivas y comprensivas sobre mi nuca.

   Me sentí vejado. Me di cuenta del estorbo que suponía para mí ostentar la categoría de viudo. Hablara o no hablara con las personas, éstas siempre me lanzarían miradas de compasión. Seguramente, ni siquiera encerrado en mi casa me libraría de las habladurías sobre mí y sobre mi esposa. Necesitaba desaparecer de aquel barrio, respirar otro aire, cruzarme con personas que no supieran que era viudo y que no me miraran con compasión.

   Aquella misma noche saqué mi coche –que yacía guardado en el garaje desde el fallecimiento de mi esposa– y salí con dirección al otro extremo de la ciudad, obedeciendo a ese extraño y súbito impulso que, aunque no me señalaba ningún objetivo preciso, me ordenaba alejarme de todo y de todos. Recorrí calles que no había visitado en años, calles alegres y coloridas, plagadas de negocios y atiborradas de personas. Decidí detener el coche y caminar. No sé cómo me vi entrando en un concurrido bar y tampoco sé por qué pedí un trago en la barra ya que a mí no me gusta demasiado el alcohol. Lo cierto es que me quedé mirando el vaso por largo tiempo sin animarme a beberlo. El local no era muy agradable que digamos y el humo de los cigarrillos cercanos me provocaba cierta incomodidad –tampoco fumo–, pero me sentía más tranquilo que antes. Con alivio, comprobé que el epíteto de viudo que ostentaba en mi barrio no aplicaba en aquel sitio. La gente reía y brindaba sin la menor preocupación, cada quien ocupado en sus propios asuntos. Una mujer de cuerpo voluptuoso y vestimenta ajustada se me acercó. La miré de la cabeza a los pies y un creciente deseo, que creía haber abolido por completo con la muerte de mi esposa, se apoderó de mí. Se sentó a mi lado y entendí que me pedía que la invitara a una copa. Accedí. Bebí en su compañía el trago que ya había pedido y me atreví a pedir otros más. Charlamos amenamente, o al menos ella lo hizo con sinceridad, ya que yo me limitaba a fingir esa amenidad pues lo que en verdad hacía era imaginarla moviéndose encima de mí, saltando sobre mí y colocando sus pechos a merced de mi boca. Calculé que hablándole de la manera que ella esperaba que le hablara, no sería mucho tiempo el que tendría que esperar para llevarla a la cama. Persuadir a la mayoría de mujeres a hacer lo que uno desea no es difícil y si muchos hombres no lo logran, ello se debe a una torpeza crónica de su parte. Conversé pues con ella y le compartí algunas anécdotas de mi vida que creí que le resultarían interesantes.

   Tres horas después, ella me devoraba el cuello mientras yo le sacaba la ropa. Nos dejamos caer en la ancha cama de la habitación que alquilamos y ella me miró con lascivia, como invitándome a probar sus pechos ya desnudos. Aproximé mi boca a ellos y empecé a lamerlos. Cuando sentí sus gemidos recordé a mis vecinos y a mis familiares. “Voy a demostrarles que no deben tenerme compasión”, me dije. La idea me pareció buena: consumirme en la cama con esa desconocida hasta que no me quedaran fuerzas. Mis familiares y mis vecinos estarían en esos precisos momentos hablando de mí en voz baja, manifestando lástima por mí y por mi irreparable pérdida; y yo mientras tanto, estaría fornicando con el mayor descaro con una mujer ajena en un hotel anónimo. Tenía el derecho de actuar así. ¿Acaso no había llorado a mi esposa lo suficiente, de acuerdo con la costumbre de aquella gente? ¿Acaso no había superado largamente sus expectativas mostrando un inquebrantable celo por la memoria de mi esposa? Despojé a la mujer de las últimas prendas que llevaba y me sumergí en ella. A medida que entraba en su cuerpo con más fuerza, sus gemidos eran más sonoros y el gesto de placer en su rostro se acentuaba. Yo tenía los ojos muy abiertos, la miraba extasiado, deleitándome al observar lo que provocaban mis embestidas en su piel. Mi excitación crecía y por un instante cerré los ojos para concentrarme mejor. Cuando volví a abrirlos, el horror se apoderó de mí. La mujer tenía el aspecto de un cadáver, de un despojo putrefacto escapado de alguna tumba. Se aferraba a mí con inusitada fuerza, como buscando frotar su cuerpo muerto con el mío, e intentaba encontrar mis labios para besarme con su inmunda boca. Lancé un grito de pavor. Busqué zafarme de ella a como diera lugar y cuando logré conseguirlo solo fue para tropezar en el suelo y continuar gritando. No pude ponerme de pie porque el miedo que sentía era tal que mis piernas temblaban de manera grotesca. Mis gritos se hicieron cada vez más estruendosos y eso pareció haber asustado al cadáver porque huyó inmediatamente de la habitación llevándose sus prendas. Sentí que me desvanecía y cuando noté que venían hacia mí algunas personas y me sacudían de los hombros, perdí la conciencia completamente.

   Desperté en mi casa. Alguien debió de dar con mi paradero y llevarme de vuelta pues me encontré metido en mi cama y rodeado por miradas escrutadoras. Eran mis vecinos. Continuaban compadeciéndome, no cabía duda, pero ahora, a sus miradas compasivas se añadía la actitud propia de quienes observan con reproche a una persona que ha traicionado a una esposa viva.

TraiciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora