Voy caminando por el bosque, perdido.
Miro a mi alrededor en busca de algo o de alguien que me pueda guiar el camino hacia casa, pero solo el ruido del silencio es quien me recibe con los brazos abiertos, empujándome hacia él y envolviéndome con fuerza.
El olor a la tierra mojada provocado por el rocío llena mis fosas nasales, y junto al ruido que hacen las hojas secas debajo de mis pies, era todo lo que reina en el ambiente.
Sigo sin saber como había terminado allí, en medio de la nada, usando nada más y nada menos que un traje, parecido a un pijama de un niño pequeño. Al bajar mi vista, me encuentro con mis manos y pies cubiertos de tierra.
Camino y camino, con la esperanza de salir de aquel bosque, hasta que llego a una zona de carretera. Me freno sobre la orilla, y doy un paso. Suelto un siseo en cuanto siento como los pedazos de asfalto se incrustan en mis pies, pero eso no importaba. Espero durante un gran rato, pero ni un auto pasa por acá. Solo se oye, bien a lo lejos, el ruido que hacen las hojas de los árboles al moverse gracias al viento.
Con pocas esperanzas, decido volver a adentrarme a aquel bosque.
No se cuánto he caminado pero, curiosamente, llego a una zona totalmente desierta, lleno de pozos, como si hubiesen arrancado de cuajo los árboles, y el frío ahora era tan penetrante que no puedo caminar. Miro hacia otro lado, y al fondo se asoma una montaña de tierra, con forma extraña. Apenas estoy a un par de metros, cuando observo con pavor lo que hay entre los escombros de tierra. Manos y brazos se asoman entre los pedazos, y yo debo taparme la boca para no gritar. Me quedo de piedra al ver semejante horror, hasta que siento un hombro apretarme con fuerza y empujarme hacia el pozo donde habían sacado aquella tierra, pero antes de impactar con los otros cuerpos, abro los ojos.
Estoy bañado en sudor, y los gritos en alemán ya se escuchan por todos lados, junto a silbatazos, ladridos de perros, escopetazos y gritos.
Me seco las pequeñas gotitas que caen sobre mi frente y bajo, con mucho esfuerzo, de aquella litera. Últimamente soñaba con lo mismo: en poder volver a respirar el olor a tierra mojada y andar descalzo por el patio de mi casa. Extrañaba ser libre, no tener ataduras ni nada que se le parezca.
Nos sacaron de muy mala manera de dónde dormíamos. Los uniformes de los militares estaban blancos, lo que significaba una cosa: estaba nevando. Apenas salimos, empezamos a tiritar. Cada vez se nos hacía imposible aguantar, ya que al estar casi en los huesos, el frío nos calaba hasta en lo más profundo de nuestra alma, impidiéndonos movernos.
Nos fueron colocando en fila. Un médico llegó y empezó a revisarnos uno por uno, a los que negaba con la cabeza los separaban, mientras que a los otros los dejaban donde estaban. Cuando llegó hasta mi, temí lo peor. En cuanto movió su cabeza negando, comencé a temblar, pero esta vez no de frío, sino de miedo. ¿Qué harían conmigo?
Varias ideas llegaron a mi cabeza, provocando que se me empañara la vista, mientras un vaho blanco sale de mi boca a forma de suspiro, cuando escucho un ruido a mi derecha.
A tres personas de distancia, un señor que estaba en la fila cae al suelo, desplomado, como una marioneta a la cual le cortan los hilos. Dos soldados se acercan rápido y lo toman por los brazos. El cuerpo inerte del hombre es arrastrado por el suelo, sin piedad alguna.
Luego de varios minutos que parecieron horas, a nuestro grupo lo llevan hasta una zona completamente alejada del campo de concentración. Mi cuerpo tiembla se anticipación, y una lágrima se desliza por mi mejilla.
No intento escaparme, porque de igual manera se que moriría, al fin y al cabo. Quizá no hoy, pero podría ser mañana, pasado o el próximo mes.
Llega el primer escopetazo. Luego, son uno tras otro. Mis compañeros caen como moscas, como si sus vidas no valiesen nada. Llegó mi turno. Me hicieron agacharme y poner mi cabeza contra la tierra. Ésta estaba mojada, y pude saborear la libertad en la punta de la lengua. Quizás ésta es la libertad que había necesitado durante tanto tiempo, y ahora, la tenía al alcance de mi mano. Sonrío.
Mi corazón golpetea alocadamente en mi pecho, e ignoro cualquier tipo de sonido a lo alrededor. Cierro los ojos esperando mi turno. Hasta que llega, provocando que viese todo negro.
Primero, me costó respirar con normalidad, y luego comencé a sentir cómo mi corazón bajaba la intensidad de mis latidos poco a poco. Llegué a estar consiente, no durante mucho tiempo hasta que dejé de hacerlo.
Dejé de respirar.
Dejé de sentir.
Dejé de vivir.