Cincuenta y cinco

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—Es demasiado difícil... —murmuró Amelia—. Hay mucha gente que lo ha intentado resolver y ha muerto en ello, no podremos...

Ben estaba de pie, apoyando su espalda en la pequeña pizarra que tenía en su oficina, que estaba llena de números y de los nombres de los distintos problemas. La discusión se había prolongado bastante, hasta el punto de que el sol ya se había empezado a esconder para la ciudad de Londres.

—Tienes razón... —el inglés lo reconoció—. Vamos al siguiente...

Amelia miró su reloj de pulsera, y notó lo mucho que había avanzado la manecilla de la hora.

—Creo que lo tendremos que dejar hasta aquí por hoy... —murmuró la mujer poniéndose de pie—. He estado aquí desde muy temprano, estoy cansada...

Benedict la miró y asintió, aunque su mirar evocaba cierto desánimo.

—Tengo que ir al metro, si quieres me acompañas y seguimos conversando en el camino...

—No soy un niño. —respondió serio—. Solo vete.

—Eres muy amable cuando solamente hablas de matemáticas... —respondió Amelia caminando hacia la puerta—. Cuídate Ben, nos vemos mañana.

El británico no respondió nada, hasta que la mujer ya se había marchado de su oficina.

—Adiós, Amelia... —murmuró casi solo para sí mismo, y se dispuso a ordenar sus cosas, para también marcharse.

Cerró su oficina con llave, para comenzar a caminar por los pasillos ya vacíos del Imperial. Traía su bolso cruzado, y cuando estuvo en el ascensor, rebuscó en sus bolsillos un manojo de llaves, que fue lo único en provocar bullicio durante su viaje al estacionamiento.

Su motocicleta, como cada día, lo esperaba imperturbable al paso del tiempo, igual que el primer día que la compró, hace ya cinco o seis años. Era su tercera motocicleta, la que más le había durado, ya que había comenzado a manejar con más cuidado luego de su último accidente, en el que su segunda motocicleta había terminado siendo solo un pedazo de chatarra irreparable, y él había resultado vivo de milagro.

Llegó a su piso en quince minutos.

—Hola, Nelly... —saludó cuando encendió la luz de su hogar.

La gata, con su enorme panza, bajó desde el sillón en que dormitaba, y se restregó por sus piernas, dándole a entender que lo había extrañado, o quizás, solo marcando como suyo a ese alto sujeto, que cada tarde volvía a casa lleno de aromas extraños para ella.

Volvió a llenar su plato, que seguía teniendo su base repleta de granos de alimento para gatos, pero para ella no era suficiente. Nelly gustaba de comer siempre desde un plato lleno, odiaba esforzarse para llegar al fondo, ya que sus bigotes chocaban contra los bordes del recipiente, y eso ocasionaba una sensación bastante desagradable para la felina.

Un piso modesto era su morada, sin demasiados muebles o cosas, escuálido, pero a su medida.

Puso a trabajar la cafetera, para tener algo que beber mientras leía antes de dormir. También preparó un sándwich como acompañamiento.

El crujido de los granos de comida entre los dientes de la gata era el único sonido que hacía eco en el lugar.

—¿Cómo estuvo tu día, Nelly? —preguntó Ben cuando caminaba al sofá acompañado de su café y su emparedado.

La gata levantó la cabeza al escuchar su nombre, pero la volvió a bajar de inmediato.

—Creo que igual que todos, supongo... —murmuró para él mismo.

Tomó el libro Análisis Funcional, obra de Walter Rudin, con el cual, como le explicó a Amelia, mantenía una relación estable desde hace una semana. Lo abrió en donde marcaba el separador, y avanzó algunas páginas en su lectura.

Pero se aburrió.

Se desesperó.

Cerró el libro con cierto enfado, y decidió que esa noche cambiaría su sitio de "relajo pre-sueño". Caminó hacia el balcón, y se dispuso a beber el resto del café y terminar su sándwich en aquel sitio.

Amelia tenía razón.

Las matemáticas a veces no eran suficientes.

Nelly se subió a su regazo de un animado salto, y ronroneando lo volvió a saludar.

Ben la acarició silencioso.

Londres estaba muy agitado, como cada noche, lleno de luminosidad y ruidos variados.

Bajó a la gata al suelo, y se dirigió a su cocina. Justo sobre el refrigerador tenía una cajetilla de cigarros, desde hace bastante que estaba allí, y decidió que, a diferencia de otras veces, esa noche fumaría sin motivo de celebración, solo por fumar, y pasar el rato.

—¿Quieres escuchar música, Nelly? —preguntó a la gata.

Ella ni lo miró.

—Tú mandas... —le respondió.

Al parecer, no escucharía música esa noche.

Mientras encendía el cigarrillo que tenía entre sus labios, Amelia recién arribaba a casa, ya entrada la noche.

Era viernes, y había pasado por comida Thai para cenar con Tom.

La mujer estaba alegre, Ben era todo un personaje para ella, y a pesar de sus momentáneos arranques de imbecilidad, le parecía que era un sujeto brillante en muchos sentidos. Sus formas de actuar hacían que la comunidad científica lo despreciara en ciertos aspectos, así que ella lo habría definido como un genio incomprendido, por muy cliché que se pueda leer.

—¡Estoy en casa! —gritó Amelia al entrar.

Un tenue eco de su voz fue lo único que escuchó.

—¿Thomas? —caminó a la cocina para dejar las bolsas.

—Buenas noches, señorita. —Omar saludó cortésmente.

—Hola, Omar... ¿sabes dónde está Tom? —preguntó ella.

—El señor se fue temprano al teatro, hoy tenía dos funciones.

—Oh, lo había olvidado... —murmuró cubriéndose la cara con las manos—. Incluso traje la cena...

—Lo lamento... —dijo el pakistaní—. Pero debería cenar de todos modos, ya es tarde.

—Tienes razón... ¿quieres comida thai? —ofreció—. Compré para dos o tres...

—Aceptaría gustoso, pero tengo un ligero malestar estomacal, de hecho, voy a prepararme una infusión de hierbas... —habló Omar caminando hacia el hervidor—. Puedo acompañarla así si gusta.

—Claro, sería genial... —habló contenta—. Gracias...

—No se moleste, es agradable compartir con usted...

Amelia sonrió como respuesta, pero sus sentimientos eran contrarios a los que generalmente ocasionan una sonrisa.

Casi no veía a Tom durante la semana, y lo extrañaba, era inevitable.

Se hablaban por teléfono o mensajes a lo largo del día, pero no era lo mismo.

Pasaba más tiempo junto a Omar que con él, y aunque el muchacho era muy simpático, nada se equiparaba al seísmo que solo el abrazo, y el beso del amor pueden brindar.


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✒Mazzarena

Panacea UniversalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora