Capítulo 57

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Una mañana, a principios de diciembre, Julieta llegó corriendo agitadamente a los muros de La Inmaculada, como casi siempre. La noche anterior se había quedado dormida estudiando hasta tarde. Y rendía en la mesa de las ocho de la mañana. Estaba despeinada por el viento, el suéter sobre la espalda, que no llegó a colocarse. Y se había olvidado la mitad de los apuntes sobre el escritorio. Así que no podría repasar por más que tuviera un poco de tiempo antes de ingresar.

Había pasado un tiempo desde que se había escapado por la ventana de su habitación hacia una inocente aventura nocturna con Ariel Lestelle Piacenzi, el chico que le había robado el corazón y los sentimientos. Ambos se habían descubierto el alma delante del otro. Y Julieta supo todo aquello que lo mortificaba y lo hacía tremendamente infeliz. Comprendiendo, al fin, el por qué de su carácter, que lo hacía tan particular. Como le había dicho Camila, alguna vez por teléfono, solamente la distancia que mostraba era prueba de una máscara, que ocultaba su verdadero ser. Mucho más sensible de lo que hubiera llegado a imaginar.

Sabía que allí, esa mañana, no encontraría ni a Ariel, ni a Carolina, ni a Faustina, que eran los tres prodigios del curso, ni a Sergio, pensó, mientras tragaba saliva, porque ya no estaba allí con ellos. Por suerte ese recuerdo, ni lo que obviamente relacionó en dos segundos con su pasado más reciente, le desdibujó su principal meta, que era no llevarse ninguna materia del colegio.

Sí se encontró, como imaginó, con Fernando y Juanito, que nuevamente por cuarto año consecutivo estaban contra las cuerdas rogando que sus profesores los aprobaran y no los dejaran repetir el año. Tenían la carpeta de Lengua abierta, y estaban estudiando de forma descarada en el pasillo del aula. Supuso que era la primera vez que lo hacían. Bueno, por lo menos, Julieta encontró dos caras amigables con quienes conversar antes de rendir.

—¡Chicos! —les gritó. Ambos levantaron la cabeza y la llamaron urgente, necesitaban que alguien les despejara las dudas de último momento, y seguramente ella se había preparado mucho más eficazmente que los dos jóvenes del campo.

—¿Cuánto tiempo hace que no te vemos, Julieta? Yo pensé que tu mamá te había encerrado en algún convento —dijo Fernando, haciéndose el gracioso. Ante el comentario, Julieta no pudo evitar reírse.

—Casi no le falta mucho para hacerlo. Soy una reclusa —admitió.

—Igual yo pienso que tu vieja está loca, Ju'. ¿Cómo te va a tener encerrada en tu casa para que no veas ni la luz del sol, porque te podés enfermar? Exagera —terció Juanito, indignado.

—Lo sé. Pero por ahora es lo mejor. Me lo dijo la psicóloga. Una vez que se tranquilice ella, con todo lo que me pasó, vamos a usar una estrategia para que me deje salir —Julieta se acomodó el cabello mientras hablaba, en una trenza improvisada, para quedar más presentable.

—Entonces, presumo que de Lestelle no tenés ni idea de la vida. Sé que no lo quiere mucho tu mamá.

—No, al que te quiere es a vos —admitió con una sonrisa, Fernando puso cara de sorprendido, señalándose a sí mismo con el dedo, y es que, en realidad, lo estaba—. Piensa que sos mi superhéroe personal. Y que me ayudaste en el campo. Y además como me llamás por teléfono varias veces a la semana...

—¿Cómo que te llamo por teléfono a cada rato, si hace bastante que no sabía nada de vos, Fellon? —la interrumpió Fernando, entendiendo cada vez menos, colocó sus manos sobre sus piernas abiertas, sentado de forma poco correcta. Julieta observó que llevaba alpargatas con medias, y que jamás se había puesto los zapatos del colegio.

—Fernando, sos un poco corto: si la madre de Julieta te quiere a vos, a Lestelle no lo quiere, y llamás a cada rato a la casa... Es Lestelle, haciéndose pasar por vos —explicó tranquilamente Juanito, que había captado todo de forma repentina.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora