Había una vez éstos dos dragones con falda y zapatos altos. Uno era pelirrojo y el otro castaño.
En medio de ellos, había dos pequeños investigadores, de más o menos cinco o siete años. Uno muy robusto con ojos amables y su cabello como plumas de halcón. La otra con mejillas arreboladas y un gran arbusto por cabello, los bucles le caían desordenados de su diminuta cabeza causándole un desalineado aspecto.
Habían llegado con éstos dos dragones en nombre de una misión, en ésta vida, ellos eran observadores disfrazados de hijos de éstas dos criaturas grandes y feroces, y el mundo notaba la diferencia en cuanto los veían. ¿Qué hacían esas pequeñas figurillas, con traje de detectives y lupa en la mano, siendo hijos de seres tan grandes, majestuosos y admirables? Ya que eran simples niños callados, escuálidos y figurillas obscuras detrás de las faldas de los dragones.
Pasemos a las anotaciones de éstos, anotaciones de sus cuadernillos de bitácora.
El primer dragón, a cargo de la niña con cabello desordenado, tenía una sonrisa contagiosa y grande, tan extensa que podía alegrar los lugares más oscuros del planeta. Su cabello le caía en ondulados rizos elegantes, parecidos a los de la pequeña investigadora, pero éstos con mayor gracia, sus ojos eran vivaces y concentrados, pocas veces se encontraban desenfocados sin un punto fijo al cual dirigir su atención. Y así como éste dragón podía ser la criatura más bondadosa que haya existido en éste mundo de hadas, duendes y princesas... el dragón podía hacer arder la tierra en un parpadeo.
Así como una sonrisa hermosa, también podía mostrar sus colmillos hasta al más pobre aldeano de la comarca, lanzaba llamas por los oídos y los labios. Y con el tiempo y la observación, la niña de cabello rizado, puso más atención al físico cambiante del dragón. Tenía espinas en la espalda, para protegerse de traicioneros caballeros, uñas afiladas y bien pintadas para sostener lo que amaba con una garra y matar con la otra. Había construido zapatos del hierro más duro y frío para que ningún humano viera como le sangraban los pies después de una semana entera de pararse en espadas y navajas. Y a veces, esa sonrisa bonita que tenía, era el escudo más fuerte que poseía para no aceptar su vulnerabilidad claramente a la vista, ahí en su pecho donde le latía el corazón, o en el vientre, que es donde albergó en alguna ocasión a su única hija y las más puras ilusiones de una enamorada.
A este dragón llamémoslo Catherine.
Prosigamos con el siguiente, lector.
El segundo dragón, era tal vez más feroz que el anterior, a pesar de que ambos, en su soledad en medio de hilos, polvos brillantes, tijeras y mil y un joyas embellecedoras, lloraban grandes lágrimas saladas que oxidaban esas bellas zapatillas que usaban.
Éste dragón estaba a cargo del investigador con los ojos amables, que era dos años más joven que la niña de cabello rebelde, por lo cual, más inocente y hasta crédulo. Éste dragón, a ojos de los demás, era más alto y más hermoso que el primero, que Catherine, pero la verdad es que sus facciones no eran más que sencillas y saludables, sin embargo ésta criatura en específico gustaba en exceso de telas finas, lustrosas, pintura que le adornara las escamas, las púas y las alas, con tanta purpurina en el cabello y el rostro, que todos confundían la belleza natural, con toda la armadura artificial que ésta se ponía a diario, como un show montado en su cuerpo que empezara a primera hora del día y al dar las doce, cual cenicienta, se acabase el hechizo.
A éste dragón lo llamaremos Marie.
Marie era aún más sonriente que Catherine, soltaba carcajadas en cada esquina sin mirar a quién, aventaba oro proveniente de su guarida a garras llenas, a cualquier pueblerino que se le atravesase, tenía las manos suaves y tan habilidosas como las de ningún dragón antes visto. Hacía obras maestras con el cabello de cualquier criatura que llegaba sentarse frente a ella: elfos, duendes, trasgos, brujos, sílfides y hasta a las más terribles gárgolas. Siempre tenía un cumplido para los demás y cuidaba de su familia como nadie más lo hacía. Y a pesar de todo, su naturaleza no dejaba de existir, así como la de Catherine. Pero me atrevo a decir por los vistazos que tuve de las anotaciones de estos investigadores, ésa noche húmeda en la que pude colarme por sus ventanas, que Marie tiene aún más obscuridad que la que Catherine podría mostrar en sus peores días.
Éste bello y bondadoso dragón Marie no tenía miedo a golpear, a insultar y a humillar cuando una aguja osaba insultar su refinada piel, perforándola. Al más mínimo rasguño de cualquiera, lanzaba fuego por las fauces, aventaba zarpazos sin mirar a quién se llevaría en el trayecto y parecía que el suelo se partiría bajo nuestros pies con el simple rugido que salía por su boca. Hacía temblar a los más fuertes y honrados caballeros, y en ocasiones, hasta al pobre investigador de cabello emplumado no tembló su garra en lanzarle uno que otro zarpazo cuando éste la hacía enfurecer...
Aunque al final, al final de todos los terremotos y huracanes que éste dragón pudiera provocar, siempre terminaba en ésa guarida donde Catherine y ella se confesaban las más dolorosas y secretas confesiones, y ambas, con las manos en el pecho, lloraban sus penas y sus arrepentimientos, sus rencores y sus corazones doloridos...
Érase una vez estas dos criaturas, de filo en sus garras y diamantes en sus sonrisas, de muerte en su fuego y suavidad en sus caricias maternas.
Érase una vez, dos mujeres que se enamoraron y rompieron sus corazones hasta que ya no hubo manera de regresarlos a su antigua y saludable forma, así que con las piezas que quedaron, construyeron alas de su sangre, púas de sus arterias y garras del músculo atrofiado que sobró de sus corazones. Y así, mujeres que eran simples madres, se construyeron ésta maravillosa e incomparable coraza de cuento de hadas.
Rugían y mataban, pero al final, lo único que soñaban era ya no ser lastimadas.
Renunciaron a esos brazos humanos y suaves que antes tenían, para remplazarlos con alas rugosas y atemorizantes, con cuernos en las puntas y veneno en los poros... no para provocar miedo, no para escapar temerosas del peligro, sino para acobijar en sus pechos... a cada inocente humano que se había ganado el corazón de estos dos dragones.
Escrito por: Izzy