Las Escaleras

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Cierro la puerta tras de mí y respiro profundo. Miro hacia arriba y veo que hay una gran grieta en el techo. El pasillo es oscuro y solitario. Son las cinco de la tarde y la mayoría de las oficinas están cerradas. El edificio es de esos cuyas paredes y techo son como de concreto pulido, de un gris muy oscuro. Eso le da un aire sombrío y sin vida. Debo admitir que nunca me ha gustado.

Atravieso el pasillo y cada paso suena cinco veces más que hace cinco minutos. Me pesan las piernas, es como si estuviera en una piscina y tratara de correr… Escucho mi respiración, ¿cuántas veces respiramos por minuto? Prometo buscarlo en Google mientras comienzo a bajar las escaleras… oscuras, para variar. Deslizo mi mano por la barra. No sé por qué, pero siempre me he acostumbrado a hacerlo, aunque fueran las escaleras más cortas del mundo, siempre lo hago. Pero ahora pienso en la cantidad de manos que han pasado por ahí, y los millones de bacterias que habitan en el pasamanos. ¿Podría morir alguien así? Eso no lo voy a buscar en internet porque sé que no voy a morir así. No así.

Dos personas vienen bajando detrás de mí y arrugo el sobre que tengo en mi mano izquierda. No pueden saberlo, no. Es una señora con una muchacha de unos 17, más o menos. Son madre e hija, supongo. La señora la toma de un brazo, quizás demasiado fuerte. Deben venir de donde yo vengo, así que no hace falta ser adivino para saber la razón por la que la madre toma así a su hija, con el mismo sobre en la mano, blanquísimo y con un logotipo azul en una de sus puntas. Es el fin del mundo para ellas, la razón por la que la madre dejaría de hablarle a su hija de por vida, e incluso la causa de que la chica tenga que irse de su casa hoy mismo. Sonreí amargamente ante tal idea. No saben lo que es el fin del mundo, no saben lo que es que todo se te venga encima, sin que nadie esté ahí para apoyarte, hablarte, escucharte…

Definitivamente el tiempo se ha ralentizado, porque sino, no me explico. Soy capaz de ver todos los detalles: el envoltorio de chocolate que algún imbécil dejó caer, el olor a cigarro que percibo, la cucaracha muerta que veo en un rincón, cosas que antes me daban igual, pero que ahora han cobrado una importancia tremenda. Veo todo esto a pesar de lo terriblemente oscuras que son las escaleras y del miedo que me dan. Mientras más quiero que se terminen, más largas me parecen. Pavor, eso es lo que le tengo a las escaleras. Veo gente subir, quizás a buscar unos resultados que se traducirán en algo terrible: tener que tomar algún medicamento o dejar de comer frituras, incluso habrá quién vaya a hacerse unos exámenes de sangre para obtener un puesto de trabajo del que se estarán quejando por el resto de sus días. ¿Qué horrible, verdad? Mientras tanto, veo que las escaleras han llegado a su fin y trago saliva al mismo tiempo que meto en mi bolsillo trasero el nefasto sobre que esconde mi VIH positivo. Trato de ignorar el nudo en mi garganta, pero me doy cuenta de que el miedo que sentía no era a las escaleras en sí, sino a lo que vendría al terminar de bajarlas. El mundo real. Ya es inevitable, las lágrimas comenzaron a salir.

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