PRÓLOGO

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Owari no Serafu así como sus personajes es de la autoría de Kagami Takaya y sus bellas ilustraciones de Yamamoto Yamato.

Aclaraciones: Ésta historia es un AU basado en la guerra Ruso-Japonesa llevada a cabo en los años 1905-1906 con claras (demasiadas) variaciones con el único objetivo de satisfacer a mi mente fujoshi. No se tomen muy en serio la línea de eventos ni tampoco el acontecimiento como tal ya que esto no va a durar ni un año ni nada de otras cosas.

· · ·

Florecía, aquel Rododendro arraigado en la colina. A pesar de lo que esa mujer dijo, del invierno recostado en esta parte del mundo y de lo que mis cálculos hubieran predicho. Sus flores púrpuras sonreían contigo. Las fragancias de sus centros se mezclaban con la tuya y tú, debajo de esas largas ramas, les devolvías un gesto marcado de alegría. Entre miles de kilómetros ―dominados por el abandono y soledad― donde el recuerdo de un frágil camino ya desdibujado por el cruel invierno te condujo hasta mí, refulgías con una luz anormal.

Te miré con total atención porque quería recordarlo bien, éste momento, como cada uno de los ya vividos contigo. La densidad de las nubes ocultaba el cielo. Los tonos grisáceos alteraron nuestra percepción del tiempo. Mañana, tarde, no lo sabías, ni aunque el reloj dispuesto al centro de la sala de estar de aquella grande y vieja casa te lo dijera. No te importaba, ni a mí tampoco. Te moviste para ver más de cerca las flores del Rododendro y este dejó caer la nieve de sus hojas sobre la punta de tu nariz, ya enrojecida, como una especie de castigo a tu curiosidad. Sacudiste la cabeza con brusquedad como respuesta e hiciste una mueca de disgusto que encontré encantadora. Sonreí, contra el borde de una bufanda roja que llevaba puesta, sin apartar la mirada de ti. Diste vueltas a la izquierda y derecha pero no encontrabas un buen lugar para empezar con tu hazaña.

―¿Piensas subir?― te pregunté porque sabía lo que pretendías hacer, tú sólo torciste la boca sin verme siquiera.

―Aa. Pero no logro distinguir bien el grosor de las ramas por la nieve

―Eso se debe a que no estás siendo nada observador

―¿Quieres callarte?

Disminuí el ángulo de mi cabeza al bajarla ligeramente, en un gesto de resignación a tu agria contestación. Pero pese a ella, tu actitud sostenía mi sonrisa y tu ingenuidad calentaba mis adentros. Que la nieve apilada en las hojas verdes te dificultara elegir por donde subir confirmaba mis teorías, esas que sostenían la creencia de que en este mundo ―que te arrebatara todo― existía una fuerza ajena a ti que trataba inútilmente de protegerte. Y aún si mis teorías se contradecían con las situaciones vividas y por tu nata estupidez y cabezonería, de verdad existía alguien que velaba por ti. Y yo quería ser ese alguien. Porque tú eres todo para mí, tú, los chicos de esa casa y este lugar abandonado por los humanos y su mismo creador. Porque yo he decidido que para mí así sea; sin importarme nada más.

―¿Ves aquel ojal formado por la unión de esas dos bifurcaciones en la parte medial del tronco?―, levanté la vista, me acerqué hasta el árbol y te señalé la zona. Si bien el cuerpo de un rododendro se caracterizaba por dividirse desde su nacimiento hasta la copa, la escasez de curvaturas en su anatomía y la cercanía entre ellas, éste era sin duda la excepción. Pero no te habías dado cuenta. Y fue hasta éste momento que tus ojos esmeraldas me reflejaron por primera vez con tanta claridad en el día. Ladeaste el rostro con una seriedad graciosa debido a tu nariz roja. No pronunciaste palabra alguna. Parpadee confundido, sin entender muy bien que tratabas de decir con ese aspecto callado al que te apegaste por instantes, y pregunté.― ¿Qué sucede?

No respondiste, al menos no de inmediato. Me echaste un último vistazo para enseguida acercarte al ojal.

―Es sólo que no te entiendo―, hablaste mientras tanteabas la vía que te revelara.―¿No eres tu nghquien se la pasa regañánghdome por trepar árboles y se encarga de decirme hasta el cansancio lo peligroso y estúpido que es?―, con esfuerzo lograste trepar al centro del Rododendro. No me di cuenta de que te habías retirado los guantes e incluso de cuándo fue que enredaste tu bufanda en una de las ramas porque al parecer te estorbaba, hasta que presté más atención a tus maniobras. Permanecí en silencio, quizá meditando tu alegato.

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