Las calles de Madrid estaban repletas de pequeños reflejos lumínicos provocados por el incesante goteo de la lluvia. La noche, cansada, adormecía a los hombres con la esperanza de quedarse a solas con la luna y, así, poder enseñarle las estrellas que, con tanto esmero, cuidaba y protegía. Sin embargo, había una persona que aun no se había decidido a irse a la cama y a caer rendido ante la cálida redención que te regala el sueño. Ahí estaba él, caminando bajo la lluvia como un héroe caído, derrotado por la peor de las criaturas, por el más monstruoso ser jamás creado por el humano, el amor.
"No eres suficiente", resonaba en su mente. "No eres suficiente", cantaba su conciencia. Tic, tac. "No eres..." Ya sabemos como acaba, porque él también lo sabía. La repetición no era más que una costumbre mal aprendida, un grillo nauseabundo que había decidido adueñarse de su hombro, para poder así, con más facilidad, recordarle a cada segundo lo miserable que podía llegar a ser. Bastante propio de los seres emocionales, individuos de rutinas, de repeticiones. Él no era para nada diferente, tan solo era un hombre, como todos los demás. Ni bueno ni malo, por lo menos, no lo suficientemente destacable.
Su indeciso caminar le llevó a un banco apartado de la multitud. Un banco empapado por el llanto inmisericorde de las nubes. No dudó en sentarse, pues ya no había nada que perder, salvo el tiempo, por supuesto. Cerró los ojos, giró la cabeza despacio, de un lado a otro, relajando el cuello, y los abrió de nuevo. La noche, entonces, vociferó, pues ya no solo tenía que preocuparse de un humano, sino de dos. Un pequeño ser acababa de aparecer en la historia, desbancándose de lo real y apoderándose por completo de la dañada atención del único e indiscutible protagonista.
"¿Qué haces aquí solo, pequeño?", preguntó incrédulo.
"He perdido mi peluche, señor", con voz rasgada contestó.
"¿Y tus papás? ¿Los has perdido?", continuó incomodo, empático, preocupándose por la absurda situación a la que se enfrentaba.
"No, señor. Solo he perdido a mi peluche", su voz se perdía en el impasible martilleo de la lluvia.
"Tenemos que encontrar a tus padres. ¡Te estás empapando! Toma mi chaqueta", y alegremente le cedió lo único que le protegía de un frío que, a su vez, había elegido para mitigar los daños de un día tan triste.
"No, señor, tan solo tenemos que encontrar mi peluche.", contestó serio y dictatorial, algo que, muy a su pesar, le resultó un hecho de inconfundible ternura.
No hubo motivo claro, ni razón aparente, pero aquel hombre desgastado por la vida olvidó por completo la lógica de lo correcto y se arrodilló para mirar bajo el banco. Y sí, ahí estaba, un peluche deshilachado, apedreado por el tiempo, amado por un niño inocente al que nada más le importaba. Lo cogió con delicadeza, admiró la belleza invisible que existía en él y se levantó para devolvérselo a su dueño, pero el niño ya no estaba, se había evaporado como el agua que ahora mojaba su frente.