Ochenta y tres

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Amelia contuvo la respiración por un segundo, para evitar que el polvo se metiera en su nariz.

—Este lugar es un desastre... —habló Ben cuando entraron de lleno a la morada.

—No está tan mal... —musitó la mujer, mientras se cubría la nariz con su manga—. Requiere trabajo, pero bueno... es mejor que nada...

Comenzaron a recorrer la vivienda, evaluando las labores que tendrían que hacer.

Posterior a un gran catastro, decidieron que el mejor primer paso sería deshacerse de las cosas que no servían.

Estuvieron horas sacando basura, ropa vieja, maderas que se habían desprendido, entre muchas otras cosas.

—¡Ben! —gritó Amelia desde el salón principal.

El inglés corrió despavorido hacia ella, pensado que quizás le había ocurrido algo malo, pero al llegar, notó que la dama había descubierto algo más.

—Oh... —susurró Ben—. Es el piano de mi abuelo...

—Es hermoso... —dijo ella mientras pasaba un par de dedos sobre la superficie polvorienta—. ¿Podemos conservarlo?

—Claro que sí, ¿sabes tocarlo? —preguntó mientras la miraba.

—No... —respondió la mujer—. ¿Qué hay de ti?

—No, siempre fui malo con la música... eso era cosa de Andrew... —farfulló.

Ella le dio dos suaves palmadas en la espalda.

—Yo creo que eres un gran cantante... —dijo ella con una sonrisa.

Él negó con la cabeza mientras la miraba divertido.

Al acabar de limpiar la antigua casa, lo cual tomó bastante, pudieron mudarse definitivamente.

A Nelly le agradó el lugar, al igual que a sus pequeños gatos.

Comenzaron a construir una vida juntos con seriedad, planeando todo para dos, algo bastante novedoso, tanto para Ben, como para Amelia.

Se divertían juntos, cocinaban, arreglaban la casa, limpiaban el jardín, y poco a poco restauraban aquella vieja morada, que al haber estado tanto tiempo abandonada, necesitaba más que una mano de pintura o un cambio de papel tapiz para verse bien.

Trabajaban en la resolución de la conjetura de Poincaré todos los días, no tenían un horario específico para ello, si la inspiración estaba, había que acatar el impulso, y comenzar a trazar números.

Todo dependía del nivel de su voluntad, y era genial de ese modo.

Ese viernes, cuando cumplían un mes viviendo en la casa, se encontraban empacando sus bolsos y mochilas, con todo lo necesario para acampar durante cinco días.

—¿De verdad iremos en tren? —interrogó Amelia, quien guardaba comida en un gran bolso.

—Sí, ir en la moto sería poco conveniente, llevamos demasiadas cosas... —respondió Ben mientras se encargaba de la carpa

—Tienes razón...

—Será divertido, ya verás...

La Isla de Sheppey, ubicada en el estuario del Río Támesis, resultó ser un lugar hermoso, que maravilló a Amelia, y la tuvo pegada a la ventana del tren durante todo el viaje, señalando cosas con su dedo, e incitando a Ben a mirar también.

El inglés no recordaba la última vez en que se había reído tanto como en aquel viaje.

Luego de una larga caminata desde la estación ferroviaria, llegaron al lugar en que armarían su campamento.

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