Silverblade

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El diamante en su mano destelló cual estrella cuando los rayos de la luna en lo alto del cielo despejado besaron su fría y dura superficie. El brillo helado dio vida a los guantes color ciruela cubriendo las manos y antebrazos de la mujer recién casada, atrapando a las que la rodeaban con intriga.

Florence oyó cada susurro en la habitación, cada burla, cada pregunta. Ya las había oído antes en Francia, era curioso cómo podían cambiar las palabras, pero siempre decían lo mismo. ¿Cómo un duque tan apuesto se había fijado en ella, en una Argent? Los Argent estaban malditos. Y ella no era tan hermosa como muchas de las mujeres lobo en aquella habitación, incluso su melliza era mucho más hermosa y delicada. Pero ya no le importaba, aunque se moría por saber las respuestas a esas preguntas.

Tomó una de las copas de cristal con un líquido espumoso servido hasta casi el borde y dio un sorbo. Era frío y le refrescó la garganta seca, también le humedeció las puntas del guante. Era la única mujer con guantes en la habitación, era la única con joyas en el cabello y las manos. Era quizás la única que no deseaba estar allí.

Genevive, su melliza, la miró firmemente con aquellos penetrantes ojos azules, le sonrió en respuesta y terminó la bebida. Entonces caminó a paso lento hasta uno de los oscuros pasillos que desembocaban en el amplio salón y procedió a deshacerse de los adornos. Genevive le siguió y esperó por las joyas, ella no participaba del juego.

Cuando hubo regresado al salón sin guantes ni joyas, la fuerte mano de su reciente esposo le agarró el brazo firmemente.

- ¿Dónde estabas?

Su aliento era cálido en la piel, y pegajoso. Percibió un aroma dulzón combinado con el opio de los humanos. Controló los posibles estremecimientos.

-Con mi hermana, despojándome de las joyas antes del juego.

- ¿Me crees idiota?

Se mordió la lengua antes de decir algo fuera de lugar.

-No, señor- ladeó la cabeza para mirarle de reojo-. Estaba preparándome con mi hermana para la exquisita cacería.

No debería necesitar de palabras, la ausencia de las joyas, de los guantes, el largo cabello castaño cayendo por su espalda y su propio olor sin mezclarse con ningún otro debían decirlo todo. Su esposo estaba demasiado atontado por el opio para utilizar bien la nariz.

Él gruñó y acercó la nariz al delicado cuello femenino, demasiado brusco para ella, quien nuevamente se mantuvo firme y quieta.

-Espero que no caces ningún hombre- más que sugerencia, fue una orden susurrada contra su piel. Los dientes rozaban la suave superficie sin atreverse a hacer más que acariciarla-. Ya habrá tiempo cuando acabemos con esto- se dijo a sí mismo.

Ella no quería que hubiera tiempo luego, quería que la noche no acabara y así no regresarían a casa.

-Solo mujeres, cariño- aseguró con una sonrisa radiante que no duró mucho en sus labios.

Cerró los ojos cuando la lengua se deslizó por su cuello dejando la asquerosa estela de baba. Debió haber escuchado a su hermano mayor y ahora ya era muy tarde. Pero no se movió, no dijo una palabra, se quedó con la mirada en su hermana sentada junto a una de las mesas rellenas de bocadillos, mantuvo la imagen de la esposa frágil que gustaban los hombres por aquella época, y se maldijo a sí misma una y otra vez en silencio.

Durward gruñó en aprobación y se separó de su esposa para regresar con sus amigos. El brazo quedó adolorido y aun así se las arregló para sonreír débilmente hacia Genevive, como si las marcas de los dedos no se desvanecieran lentamente en su piel dorada.

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