El amor que no sabe de limites

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Más de 10 mil kilómetros eran los que separaban a Madrid de Avellaneda, jamás en sus 23 años Ignacio había podido conocer el estadio de Racing, ni sentir toda esa pasión, ese amor que le contaba su padre antes de morir hace seis años, dos días antes de que la Academia jugara el partido de vuelta por la promoción ante Belgrano. Quizás no lo resistió el cuerpo o la enfermedad se intensificó con el dolor que le causaba saber que su equipo podía volver a descender como en aquel año, el año en que debió abandonar Argentina por un trabajo que le surgió en el viejo continente.

Si bien Ignacio, o Nacho, como lo llamaban todos, no conocía ni Argentina, ni Avellaneda, ni ninguno de los bares de los que el padre hablaba en todas las charlas, sentía un cierto cariño por Racing, por los colores, por su gente y le había prometido a su padre, quien sabía que mucho tiempo no iba a tener de vida por la enfermedad que cada día le consumía un poco más de su vida, que sus cenizas iban a descansar en el Cilindro.

Más de seis años habían pasado desde aquel día en que Ignacio le hizo la promesa a su padre, más de seis años ahorrando mes a mes para que llegara aquel diciembre de 2014 en el que el sueño de conocer a sus abuelos, tíos y primos había llegado, mucho tiempo juntando para que el viaje se concretara, el viaje que tanto tiempo había imaginado estaba cumpliéndose. Horas eran las que lo separaban cuando embarcó el avión desde el aeropuerto de Madrid. No lo podía creer, el cuerpo le temblaba, el corazón le latía a mil por hora, sabía que el Racing que tanto amaba su padre y del que tanto hablaba se jugaba el campeonato y sentía esa felicidad, la felicidad que debería tener en el cielo.

Subió al avión después de abrazar a su madre, sus hermanas y sobrinos, intentó dormir para que el viaje sea más rápido pero no pudo, los nervios, los mismos nervios que le causaba cada partido del Atlético de Madrid, lo consumían. Eterno se hacía, sentía que Argentina estaba en otro planeta, que estaba yendo caminando, miraba por la ventana y veía agua, solo agua. Le preguntaba a la azafata cada media hora cuanto faltaba, hasta que después de más de doce horas llegó, llegó a Ezeiza donde lo estaba esperando la numerosa familia de su padre, la parte de la familia que no conocía, con los que tantas horas había pasado hablando por skype, chat o teléfono. Muchas sensaciones eran las que se le atravesaban por el cuerpo en el camino desde el avión hasta el hall en donde lo esperaba la familia. No costó que se reconocieran, abrazaran y lloraran como si se conocieran de toda la vida. Esa noche, la noche previa a la definición del torneo nadie durmió, fueron horas y horas de charla, de conocerse mejor, de abrazarse por todos los años que tan lejos habían estado.

Ese domingo, como era habitual, toda la familia se reunió a almorzar, todos ya vestidos con sus camisetas de Racing, con sus carnets de socios preparados, desde el más pequeño, su primo Bruno, hasta su abuelo Gervasio que se movilizaba con bastón, estaban listos para viajar a Avellaneda apenas terminaran de comer. Mujeres, hombres, niños y hasta Bruno de apenas 3 años estaban como locos, ultimando los detalles para el día que más esperaban desde aquel 2001. Ignacio un poco entristecido por no poder ir, se fue a acostar pero cuando los ojos estaban por cerrársele producto del cansancio, su tía Estefania golpeó la puerta apurándolo para partir a la cancha. Sorprendido, todos sabían que él no era socio le abrió, cuando abrió observó que su tía tenía en las manos una entrada para Racing – Godoy Cruz. Las lagrimas, raro en Ignacio que era de llorar muy poco, empezaron a caerle por su rostro. Abrazó a su tía, corrió a su valija donde estaba la camiseta que el padre había usado en aquella final de 1967, se la puso y nuevamente corriendo subió al auto de su abuelo.

Durante el viaje que separaba la humilde casa de Berazategui con Avellaneda, muchas fueron las personas que cruzaban y le gritaban "Aguante Racing", no podía creer la inmensa pasión, sólo le salía de su boca decir – "Papá tenia razón. Esto es hermoso". El viaje duró un poco más de lo habitual, las calles estaban llenas de personas con camisetas, remeras, banderas, gorros de Racing. Todo era celeste y blanco. Jamás había visto algo como eso.

Las lágrimas se hicieron cada vez más intensas al llegar y ver el estadio. Más de cuatro horas faltaban cuando subió los escalones de la popular e ingresó a la cancha donde miles de almas ansiosas cantaban, saltaban, alentaban a Racing, las lágrimas se volvieron un llanto, no podía creer  lo que veía, su padre no le había mentido. Era lo más lindo que había visto en su vida. Pasó el partido entre nervios, risas, llantos, canciones, saltos y abrazos hasta que el pitazo final del árbitro desató la locura. Racing, el Racing del que tanto le habló su papá era campeón. Las sensaciones que le atravesaban el cuerpo eran inexplicables, era un hincha más aunque jamás había podido estar. Nunca se había dado cuenta de ese amor que estaba oculto pero en ese instante se le vino a la cabeza la tristeza de su padre cuando quebró el club, la felicidad del campeonato del 2001, y lo más doloroso, ese partido de promoción que no había podido ver.  Estaba seguro que su padre estaba llorando tanto como él, estaba seguro de que su padre estaba orgulloso de haberle transmitido el amor por Racing, el amor que tantas veces se había negado sentir para no sufrir los más de 10 mil kilómetros que lo separaban y la imposibilidad de estar todos los fines de semana en la cancha como lo hacía su padre hasta que debió emigrar a España. Estaba seguro que aquel 14 de diciembre de 2014 fue el momento para decidir mudarse a Argentina y seguir la tradición familiar de alentar a Racing, al gran Racing Club de Avellaneda.

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⏰ Última actualización: Feb 03, 2016 ⏰

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