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Ir al club todos los días después del colegio, sentir el olor a pasto, correr rápido con la pelota para que nadie me la saque y meterla en el arco... eso me hacía feliz.

Mi papá era el que más me alentaba a jugar al fútbol. Nunca faltaba al entrenamiento, siempre estaba ahí en la tribuna para animarme.

En el colegio nunca fui el de las mejores calificaciones, pero tampoco era tan malo.

Mi mamá me retaba constantemente y me decía que, si no quería ser fracasado como mi padre, que no sabía hacer un negocio bien, tenía que estudiar para ser alguien, que el estudio era el único camino hacia el éxito.

Cuando empecé el secundario, me cambié de colegio a uno de los más prestigiosos de la ciudad, porque mi mamá decía que el anterior no era tan exigente para mí.

Justo en ese momento mi papá perdió el trabajo, lo que complicaba nuestra economía. Le había prometido a su mujer que, con el negocio que estaba por realizarse, podría llegar a pagar todo mi año escolar, pero este salió mal y tuvo que ser expulsado del trabajo por la cantidad de negocios fallidos que había tenido la empresa por su culpa. Ella no se sorprendió, lo gozó porque una vez más ganaba la apuesta; quien es fracasado de nacimiento nunca se corrige, le solía decir.

Mi papá estaba cada vez más raro, tenía actitudes sospechosas, daba la sensación de que escondía cosas por la casa, salía a horas tardías e incluso a veces lo visitaban unos hombres de negro en un auto. Varias veces le pregunté en qué andaba, pero siempre tenía una excusa. Desde que había fallado con ese negocio se había transformado en otra persona.

Una madrugada gris estaba estudiando filosofía, ya que tendría examen al día siguiente y la sirena de la policía me interrumpió. De repente alguien tocó el timbre en casa. Todo era muy extraño. Escuché gritar a mi mamá y bajé para saber qué ocurría en el living. De golpe y porrazo mi papá cayó preso.

Las noticias corrieron tan rápido como pólvora; de la noche a la mañana todos estaban al tanto de la situación. No fui al colegio por quince días, estaba muy avergonzado, no quería pensar en los chismes que se decían de mí. Mi vida social cayó al vacío desde que la noticia se esparció por todas partes.

Las primeras semanas fueron muy duras; tuvimos que buscar un buen abogado rápido para que pudiera defender a mi papá en el juicio. Su caso era muy complicado; se lo acusaba de ser traficante de drogas y de ser socio del líder de una sociedad ilícita, quien salió del país meses antes para que no lo encontraran.

El 28 de abril fue la última vez que lo fui a visitar. Ese día había salido una hora antes del colegio, ya que el profesor de química había faltado. Llegué a mi casa con los ojos vidriosos, intentando aguantar un llanto seguido por un ataque de furia, que me había provocado la salida del colegio. Cada vez que volvía a mi casa, tenía raspones, moretones en cualquier parte del cuerpo a causa de las, patadas y las piñas que recibía en cualquier parte del cuerpo, además de la cantidad de las agresiones verbales que tenía que escuchar.

Apenas entré había olor a budín de banana; mi mamá se acercó rápido a la puerta para pedirme si yo podía ir a la cárcel a visitar a mi papá, ya que ella no podría porque tenía una cita con su abogado para ver cómo solucionar el tema del divorcio. Luego de que cayera preso, mi mamá hizo todo lo posible para buscar la forma de separarse, ya no soportaba sus cientos de fracasos y tener que salir a dar la cara.

No quería ir; tenía mucha bronca por el trato de mis compañeros; todo era su culpa. Él estaba encerrado, pero yo era quien todos los días debía sufrir en el colegio y tranquilizar a mi mamá cuando se ponía insoportable. Pudo convencerme y fui. Con el budín en una mano y mi identificación en la otra entré al penal. Se encontraba sentado con la cabeza gacha. Apenas sintió mi voz la levantó y una sonrisa se dibujó en su rostro. Me hizo las mismas preguntas que de siempre: ¿Cómo andás? ¿Cómo te va en el colegio? ¿Te sentís bien? ¿Por qué no vino tu mamá? A todas respondí cortante.

Con el tiempo empecé a detestarlo y a verlo como mi mamá siempre lo había visto, un fracasado. Había tenido un mal día, igual que siempre. Estaba muy enojado. No hablamos mucho. Luego de terminar de contestar su interrogatorio, le di el budín y le dije que me tenía que ir porque no quería perder más tiempo en alguien que no valía la pena; intentó abrazarme, pero lo rechacé. A él se le llenaron los ojos de lágrimas y me pidió disculpas. No me conmoví para nada, me levanté y me fui. Mientras salía, volví a mirarlo; seguía llorando, pero mantenía su mirada clavada en mí.

Ahora me arrepiento tanto de no haberlo perdonado o abrazado por última vez. Una semana después, en una madrugada oscura y fría, como la vez que se lo llevaron, ocurrió la peor tragedia. El encargado de vigilar tuvo que abandonar su puesto por unos segundos, ya que no había nadie más controlando la entrada. Fue entonces cuando todo sucedió.

Dos presos comenzaron a agredirse de forma tan salvaje que nadie quería separarlos. Tanto bullicio logró llamar la atención de los guardias y rápido fueron a ver qué era lo que pasaba, pero ya era tarde, todo era un completo descontrol. Ambos tenían heridas mortales.

Al instante alguien pidió a través del handy una ambulancia con mucha urgencia. Los dos seguían vivos cuando los subieron a la camilla, pero en el camino al hospital murieron.

Perdí a mi papá de la peor manera y con el tiempo empecé a tener un remordimiento que cada día crecía más. A partir de ese momento me empecé a sentir solo, mi mamá nunca me consoló ni me dio el suficiente apoyo; todo fue para peor, porque se buscó un trabajo que le ocupaba todo el día; en el colegio lo único que hacían era acosarme, gritarme y pegarme.

Ya pasaron varios meses. No aguanto más esta soledad.

Recién colgué una soga y coloqué un banco debajo.

Hundido en míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora