Después de las campanadas

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El sol se plantaba curioso, siempre a las doce después de las campanadas de la catedral, a mirar a las niñas. Eran risueñas y poseían angelicales destellos de vida. Algunas jugaban con sus coletas sujetas con lazos escarlata; mientras, otras, con alguna soguilla que encontraban en sus casas.

El silencio invadía y, de pronto, un gentío se aproximaba sujetando sus biblias y rosarios; sonriendo fieles al llamado melódico. Su pasar era sofocante, como la quemadura de un cigarrillo recientemente calado, los juegos se habían acabado; debían entrar, cumplir con Dios y ser bendecidas por ello.

La misa, entre citaciones y alabanzas hacia el Señor Padre, calmaba un mal oculto. Uno que espiaba con desenfreno a los corderos sagrados; que azotaba su cuerpo mutilado con látigos mugrientos y costrosos, que pedía perdón llorando mientras con sus ojos sátiros relamía esos cuerpos suaves. Hoy, sin embargo, algo le perturbaba; quizás la sonrisa del monseñor Miguel que despedía reprimendas, el número extrañamente impar de campanadas que escuchó hoy o el lazo turquesa que portaba la dulce Mercedes, la de los ojos de cielo, que combinaba con su belleza innata y ligereza espiritual.

No podía respirar; sentía un temblor en los labios, en los dedos, y luego, en los pies. Después dejó de ser solo él, las figuras sacramentadas y las velas, bailaban con sus miedos. La gente, desesperada, dejaba sus butacas; las niñas lloraban solas mientras eran empujadas por otras personas. Aquel joven de ansiosos veinticinco años buscaba algo; ferozmente recorría cada curva, cada suave piel, cada mirada santa hasta encontrarla. Sabía que sollozaba, que estaba sola, suplicante de compañía; que lo llamaba con las palmas, en un abrazo, en un chispeante beso prohibido que le guardaba como él lo hacía antes de dormir.

Se rendía rápidamente al ver la gente despedirse en la distancia, asustadas, con sus hijos en brazos. Giro la cabeza, ajeno a sus deseos y emprendía su retirada, cuando, en una esquina, escondida, vio un pequeño vestido blanco con algunas marcas de suciedad.

Se acercó rápidamente, recorrió perverso su frágil cuerpo, estaba lastimada; un pequeño golpe en la mejilla, un moretón ligero en su pierna izquierda y lágrimas que marcaban la travesía en su febril rostro. Acortó más la distancia, sediento de tocar su piel y escuchando la suela raspar, ella, asustada, abrió los ojos y se encontró con esos orbes aterradores, esos que había notificado su presencia y que le producían pavor.

Gritó, mientras, nuevamente, humedecía sus pómulos; él, impaciente, atrapó sus gritos con la palma y sujetó sus manos. Sonreía temeroso, odiaba verla llorar; inundar sus atributos con gotas y dejar ahogados sus encantos.

- Por favor, niña bella, no llores, que no te he hecho nada malo- dijo rogante por su tranquilidad.

Ella seguía llorando; él apretaba más sus brazos y sentía sus labios quemar del ardor de contenerlos. Un aullido suave lo sacó de sus pensamientos, la vio restregarse del dolor, sus muñecas coloradas estaban rendidas ante su fuerza. Sus cortos siete años no podían contra la fuerza monstruosa que la contenían.

- Oh, disculpe, no quise lastimarla.

Diciendo eso, la liberó completamente y, finalmente, dejo escapar su quejido.

No volvió a llorar, no obstante, no iba a acercarse; sospechaba sus intenciones, rogaba fuertemente el retorno del monseñor, el cual había ido a calmar a la multitud que seguía atemorizada, o de sus padres, los cuales la buscaban en los alrededores sospechando que estaba asustada y oculta.

- ¡No me hagas daño, se lo ruego!- suplicó.

- Pero, por qué le haría daño a alguien tan bella como usted- dijo acariciándola en la mejilla que no estaba lastimada- estoy aquí para llevarla con sus padres.

- ¡No es necesario, puedo quedarme con el monseñor Miguel, él podrá ayudarme!

- Pero ellos están cerca, él monseñor tardará y podría sucederte algo.

- ¡No, enserio, quiero quedarme!

Él, visiblemente hambriento y deseoso de su regalo divino, volvió a sujetar sus muñecas adoloridas y mirándola, dijo sombrío:

- No estaba preguntando, preciosa.

La volvió a callar cuando empezó a gritar, tiraba de ella hacia los adentros del hogar santo y mientras más cerca se encontraban del confesionario; él sonreía y ella, lloraba.

Abrió una de las puertas y encontró una silla de terciopelo rojo, entraron rápidamente y ella, aun suplicando esperaba un atisbo de razón, pero la bestia lujuriosa besaba sus hombros que desprendían olor a clavel. El vestido se caía precipitadamente, igual que su niñez, su blanquecina prenda despedía su paz.

Admirándola; se desprendía de sus prendas, sujetaba su virilidad y la miraba mientras la masturbaba. Ella, visiblemente perturbada, era destruida, aunque, luego sería devorada por los grotescos besos que callaban sus gruñidos.

La acercaba a su cuerpo sudoroso y llorosa, era forzada a recorrerlo con besos mientras él la tocaba sin pudor ni piedad. Y habiéndose probado lo prohibido, el pecado, el golpe a Dios; el hombre animalesco continuó comiendo.

Destrozándolo todo, el dolor se hizo polvo y el polvo se quedó ahí, en esa cabina vieja, junto al sangrante cuerpo profanado e inmóvil de la joven que tenía los ojos de cielo, la que Dios dejo pedazos del firmamento en sus pupilas. La que fue amada, por Dios y por el Diablo; la que inmóvil, cristalizaba sus ojos, la que perdió sus ojos bellos y tormentosas penas cargó. Quién aún podía oírlo; el golpe seco del contacto, el suspiro ronco entre los besos, el resonar de su cuerpo al quebrarse. Lo oía como la muerte, como un cantar después de las campanadas. 

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Después de las campanadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora