CAPÍTULO I

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"Misterio"

Lo que más recuerdo de aquella mañana, en la que sospecho que todo inició. Era el perro incontrolable del vecino, que gruñía a través de su puerta, se asomaba por la ventana y volvía a ocultarse nomás sus ojos se cruzaran con los míos. Después, las reminiscencias que aún me son claras, llevan a mis pasos lentos por la acera que conecta de mi casa al autobús escolar, donde justo en el cruce de caminos, un niño salió corriendo. Chocó mis piernas, haciendo que mis lentes de sol calleran, que mis audífonos se enredaran en su mochila, rompiéndolos. El niño, por último, calló al suelo. Ya no hubo más remedio que verlo a los ojos, activando su línea del tiempo.

No era más que otro ser humano horrible, que sería mejor nunca hubiese nacido. Su futuro me dejó un hoyo enorme en el pecho, una sensación de asco y ganas de asesinarlo para evitar las vidas que su manos cobrarían. A su vez, el pasado de esa criatura, me hizo sentir coraje y pensar la manera de ayudarle. Los sentimientos de dolor por su mano torcida, también se sintieron en la mía.

—No te quejes —le dije, escupiendo en su raspadura, escuchando su horrible llanto.

En mi corazón podía sentir la rabia de las personas alrededor. Juzgando mi accionar con su mirada e incluso con sus pensamientos. No pude evitar ayudar a la escoria. Tomé su mano en las mías y desaparecí su dolor.

Él me miró con un brillo inefable a los ojos, era normal que reaccionara de esa manera, su raspadura había desaparecido, la sangre había vuelto a su lugar. No importaba, nadie le creería. No quedaba más que en mi interior darme cuenta que después de todo aún era un niño, que de seguro necesitaba mucho amor. Me dije a mi misma para no tener remordimientos y seguí mi camino.

En mi vida siempre había mantenido a flote cinco reglas, una más importante que la anterior.

1-. Siempre llevar lentes de sol.
2-. Nada de amigos. 
3-. Solo serle fiel a mis padres. 
4-. El amor es de chocolate [1].
5-. Nunca olvidar los audífonos.  

El día apenas había iniciado y ya me habían hecho romper dos. Tal parecía que el resto del día tendría que aguantar los sentimientos de otra gente en mi cuerpo, mente y corazón.

Después de un parpadeo, ya habían terminado las clases, lo mejor del día, la hora de volver a casa. Fue la primera vez que lo vi. Por un momento; bajar la mirada ya sería demasiado tarde, había visto sus penetrantes ojos negros. Esperaba que su línea de vida se hiciera presente. Nada. Lo primero que se me vino a la cabeza, fue pensar que se trataba de un alma perdida, la energía de una persona que alguna vez tuvo vida y todavía no lograba desvanecerse por completo, era común que en días tan oscurecidos por las nubes y tierra recién bañada por la lluvia, me topase con una de vez en cuando.

En el ir y venir entre multitudes de estudiantes. Me paré en seco. Por intuición detuve al chico de caminar errante, colocando mi mano en su hombro. Esperaba que algo se revelara, que me hiciera entender porque aquella piel pálida era tan normal en una persona y porque sus ojos no me dijeron nada en absoluto.

Silencio. Fue lo único que recibí. Para mí suerte el chico, con mucha paciencia quitó mi mano y continuó su camino. Los entes siempre me habían pasado por los lados sin tocarme, no podían, ya era más que obvio que se trataba de una persona viva. Real.

Parada justo en el medio del caos, de estudiantes que pasan por mis lados y me empujan. Jamás había prestado atención a tantas personas sin presenciar su vida en imágenes y flasheos en mi mente. Sin sentir lo que sienten.

La curiosidad llenó mis emociones. La paz en mi corazón era indescriptible. Había encontrado a mi "candado". En realidad, no era una palabra que existiera para describir la situación. Pero mi madre decía que para toda enfermedad siempre había una cura. Si era cierto que hoy la había encontrado, debía llamarse así. Estaba tan segura de que se trataba de mi salvación.

Un juego con navajasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora