Comenzaste con algo muy simple, reducías día a día la cantidad de comida en tu plato, luego empezaste a hacer ejercicio, cada vez más, durante más tiempo. Te mirabas en el espejo, buscando cambios que alivien los gritos en tu estómago. Querías ver tus huesos, los de la cadera, las clavículas, las rodillas, las costillas. Querías verlo todo, con claridad extrema. Tu estómago comenzaba a molestarte, los pequeños rollitos que saltaban hacia afuera cuando te agachabas, querías eliminarlos. Odiabas la manera en la que se agrandaban tus muslos cuando te sentabas, y la forma en la que se movían mientras caminabas o corrías.
Te molestaba infinitamente que no pudieras controlarte ante un pequeño trozo de chocolate, y que luego tuvieras que correr hacia el baño más cercano y hacer que desaparezca de tu sistema. Comenzaste a contar las calorías que ingerías y te pusiste metas, no más de 400 al día, aun sabiendo que necesitabas como mínimo 1000 para funcionar correctamente.
Una vez leíste que si duermes bien puedes quemar unas cuantas calorías, pero bien sabías que no podías pegar un ojo durante la noche. Son demasiados pensamientos, demasiadas preocupaciones, no podías permitirte a ti misma dejar todo eso atrás.
Una vez encontraste un plan de ejercicios en internet, comenzaste bien, estabas dispuesta a hacerlo. El segundo día caíste, te habías desmayado, no tenías fuerzas para seguir, apenas podías respirar.
Recuerdo que siempre tenías frío, tus labios eran morados y siempre estabas pálida. Pasabas días enteros en tu cuarto, recostada, mirando al techo y pensando en cuánto te odiabas.
Recuerdo que solías llorar todas las noches, querías ser como las chicas bonitas de las propagandas, querías sentirte especial. Lo que nunca entendiste es que siempre fuiste especial, siempre fuiste bonita.
Un día me pediste ayuda, querías acabar con todo, literalmente. Me rogaste por silencio, rogaste que te escuchara aun sabiendo que yo siempre lo hacía. Me dijiste que me amabas con tu ser y que te arrepentías de no poder pasar más tiempo conmigo. Al principio no entendí, ¿Por qué me decías esas cosas? ¿Te ibas? Pues, sí, te ibas y es más, te fuiste. Me habías dejado sola con un gusto amargo en la boca, sabiendo que te extrañaría por siempre, y por más que odie admitirlo, sabía que sólo por eso te ibas con una sonrisa en el rostro. Porque creías que sólo eras importante para mí, pero estabas equivocada, tan equivocada. Había muchas personas que también te querían, muchas personas a las que dejaste con un hueco vacío en el corazón.
Todos querían entender por qué decidiste irte, juro que estuve tentada varias veces a explicar en tu nombre, pero una promesa es una promesa, te prometí nunca decir nada, y así lo cumplí. Lo que nunca pensé antes de hacer la promesa fue que estabas enferma, que la que me habló ese día no fuiste tú, fue aquel ser que te mantenía atrapada bajo una mirada juzgadora y un ideal de belleza irreal e inalcanzable. Tendría que haberte detenido, tendría que haberte convencido de que todavía había esperanza, que no todo estaba perdido y que con ayuda podrías haberte liberado de este temor que te apresaba todos los días.
A la semana de tu partida, mamá me pidió que revisara tu cuarto, ella no quería entrar, no podía. Recuerdo revisar debajo de tu cama, haber encontrado un pequeño baúl lleno de cosas que no querías que nadie viera. Una navaja, unas cuantas pastillas de nombre extraño, una revista y una pequeña libreta de color negro. Aquella libreta tenía tanto sufrimiento escrito en ella, tanto dolor expresado en tu tan envidiada caligrafía. Me diste lástima, no pude evitarlo aun sabiendo que eso era lo último que querías causar en la gente.
Un mes más tarde me atreví a visitarte, estabas vacía, así que llevé unas flores conmigo. Unas cuantas rosas podrían mejorar el color gris apagado de aquella pieza de cemento que tenía tu nombre escrito. Me quedé ahí sentada por horas hasta que papá me fue a buscar, lloré a mares, no quería dejarte. Pero tuve que hacerlo.
Nunca más me permitieron visitarte, mamá temía que terminara de la misma manera en la que lo hiciste tú, y por eso mismo selló la puerta de tu cuarto. Grité, lloré y rogué para que no lo hicieran, por favor perdónalos, sé que parece que quieren olvidarte, pero no es cierto, lo juro, sólo quieren aliviar el dolor. Por alguna razón encontraba tu cuarto fascinante, como un territorio que no había podido explorar, pero que necesitaba hacerlo. Jamás pensé sobre esto como una invasión a tu privacidad, lo hacía porque quería conocerte más, quería entender por qué comenzaste a maltratarte de esa forma.
Mamá y papá no contaban con una cosa, yo tenía tu pequeño baúl escondido. Aquellos objetos permanecerían bajo mi poder el tiempo que fuese necesario para que lograra entender tus lastimosas decisiones. Y así fue, cinco meses después comprendí que nunca podría entrar al oscuro vacío de tu mente. Ese espacio que tanto tiempo quise admirar tenía un candado, el mismo candado que te impidió continuar con tu vida como la chica alegre que eras antes. Comprendí que no era fácil despertar todas las mañanas con un “dolor en el pecho similar al de cinco elefantes sentados sobre el mismo”, tal y como lo describiste en tu pequeña libreta. Comprendí que no era fácil mirarse al espejo todos los días y pensar en todas las burlas que posiblemente recibirías. Entendí que no era fácil sonreír cuando no tenías ganas, y que no siempre tus “estoy bien” eran verdaderos. Finalmente, me di cuenta de que tenías una guerra ocurriendo de manera constante en tu cabeza.
Aquella navaja no había sido usada durante tres meses, según lo que contaste entre las viejas páginas. Aquellas píldoras fueron las sobrevivientes de tu suicidio. Aquella revista, fue una de las causantes. También leí que te habías quedado sola, que ya nadie te hablaba, que habías sido tomada como punto de burla en el secundario. Tus amigas no querían verte, estaban hartas de las cicatrices en tus brazos. Tu novio te había dejado, no sabía cómo lidiar con la situación. También contabas que en casa nadie te prestaba atención, que papá te miraba como máximo dos veces al día y que mamá siempre estaba ocupada. Extrañamente, nunca hablaste de mí, y no sé si sentirme alagada u ofendida.
Una página en particular me llamó la atención, era la última que llegaste a escribir, el mismo día de tu partida. Me limito a transcribir una parte de aquel texto en este torpe escrito.
“¿Para qué pensar en cumplir mis sueños si ni siquiera puedo verme en un futuro? ¿Hay alguna razón para seguir respirando? ¿Para seguir soportando burlas y risas? ¿Dolores incontrolables e ignorancia? No señor, no quiero seguir así. Pero tampoco quiero irme así sin más, por eso mismo escribo esto, porque sé que alguien lo encontrará y lo leerá. Que aquella persona sabrá entender mi angustia, me perdonará por el delito que he cometido y velará por mi muerte.
Ya estoy cansada de contar calorías, de cortar mi piel, de hacer ejercicio hasta caer. Cansada de sonreír sin motivo, de esperar que jamás despierte de mi sueño nocturno. Sinceramente, no quiero seguir viviendo solamente para continuar sufriendo.
Así que, querida persona que esté leyendo esto: Sé que mi condición es poco comprendida, que a veces parece estúpido e incoherente, pero, desde lo más profundo de mi corazón quiero que sepas que no hay peor violencia que la que uno mismo se implementa”
Aquella página estaba marcada con un pequeño lápiz viejo. Tenía varios garabatos, indicando que te habías arrepentido de escribir ciertas palabras, hasta incluso oraciones y párrafos completos. No te culpo, debe ser espantoso escribir tu nota de suicidio. No saber qué decir, que no decir. Que datos omitir y cuales incluir, despedirte o tal vez no. Arrepentirte por lo hecho o asegurar que ha sido lo mejor. Tantas dudas, tantos pensamientos rondando por tu mente, no quiero ni imaginarme lo nerviosa que estabas, aunque pensándolo bien, puede que hayas estado calma, tan serena que te hubiera parecido increíble. Me gusta pensar de ese día, como uno de los mejores en tu vida, como la liberación de tu pobre alma que ya estaba cansada del dolor. Me gusta pensar que estás bien donde sea que estés, porque realmente me importas, me importas a mí y a tantas personas más que ni te imaginas lo necesaria que eres. Tu presencia hace falta, tu mirada no ilumina y tus fotos me dan melancolía. Hermana, espero que finalmente descanses en paz.
Su nombre era Mora Azzara, tenía diecisiete años, medía 1,63 centímetros, en Enero de 2013 pesaba 67 kilogramos, para marzo del mismo año alcanzó los 42. Mora falleció el sábado 15 de junio, se ahorcó bajo el árbol de nuestro patio minutos después de hablar conmigo.
Mora quería aliviar su dolor, olvidar su condición y conseguir una vida normal, sin las preocupaciones absurdas que le impedían ser feliz.
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No hay peor violencia que la que uno mismo se implementa.
Teen FictionSu nombre era Mora Azzara, tenía diecisiete años, medía 1,63 centímetros, en Enero de 2013 pesaba 67 kilogramos, para marzo del mismo año alcanzó los 42. Mora falleció el sábado 15 de junio, se ahorcó bajo el árbol de nuestro patio minutos después d...