Pese a la edad y al viento racheado que se había levantado aquel día, los dos hermanos se sentaron al borde del acantilado. La pared de roca describía una pendiente vertical en cuya base restallaba el bravío oleaje. La brisa, cargada de salitre y humedad, les acariciaba el rostro envejecido.
Aquel era el lugar al que desde niños siempre habían acudido para disfrutar de cierta soledad, de modo que cuando se reencontraban en su pueblo natal, procuraban protagonizar una escapada para no perder la costumbre.
Ramón, el hermano mayor, sostenía en sus manos un manuscrito y una carta. Su mirada perdida rebosaba tristeza. Miguel, por su parte, observaba a Ramón de soslayo, ocultando la envidia que le consumía por dentro como la mecha de una bomba que estuviese a punto de explotar.
Miguel había envidiado a Ramón de forma escalonada y creciente a lo largo de toda su vida, incubando aquel sentimiento desde pequeño como si fuese una enfermedad. Ramón fue un estudiante aplicado; Miguel del montón. Ramón, con un físico más agraciado, gozó de una gran aceptación entre las chicas; Miguel fue un ejemplo de todo lo contrario. Ramón se casó con una mujer extraordinaria con la que tuvo unos hijos de los que poder sentirse orgulloso; el matrimonio de Miguel fracasó y ni siquiera llegó a engendrar descendencia. La carrera profesional de Ramón acabó resultando ser un éxito meteórico; los negocios emprendidos por Miguel, sin embargo, supusieron un fiasco tras otro.
Miguel se había sentido durante toda su vida como la sombra de su hermano mayor. Un reflejo de lo que le hubiera gustado haber sido. El eco de una existencia triunfal. Con todo, Ramón siempre había estado a su lado cuando le había necesitado, razón por la cual no había motivos que justificaran el odio que anidaba en su interior. Aunque quizás, precisamente por ello, había llegado a detestarle aún más si cabía, porque parecía que el comportamiento de su hermano era siempre el adecuado.
Transcurrieron varios minutos sin que ninguno de los dos pronunciase palabra. Ramón contemplaba el horizonte abrazando el manuscrito como si le costase desprenderse de él. Miguel aguardaba nervioso, con el corazón acelerado, preguntándose si se sería capaz de llevar a cabo su perverso y descabellado plan.
Desde siempre habían compartido una estimulante pasión por la lectura. Durante su niñez devoraron miles de cuentos, y en su edad adulta fueron los libros los que les proporcionaron una cálida compañía durante sus escasas horas de asueto. También ambicionaron crear sus propias historias, pero sus obligaciones profesionales y familiares les impidieron cumplir aquel sueño, más allá de garabatear algún que otro relato en un vano intento por emular a sus escritores predilectos.
Cuando se jubilaron, sin embargo, ya no tuvieron excusa para tratar de hacer realidad aquel singular anhelo que habían ansiado durante tanto tiempo. De esta manera, acordaron que cada uno de ellos escribiría su propia novela. Y para que el proceso les resultase más llevadero, se remitirían capítulo a capítulo, con el fin de que cada hermano valorase los progresos del otro.
Miguel se quedó maravillado con la escritura de Ramón. Su novela, ingeniosamente urdida, era brillante, envolvente y adictiva. De nuevo, y de forma humillante, su hermano mayor le volvía a superar en otra faceta más de la vida. No obstante, Miguel ocultó su verdadero parecer, y resaltó en cambio una retahíla de defectos que ni siquiera eran tales. Su hermano, por el contrario, y pese a que el propio Miguel era perfectamente consciente de su falta de talento, no dejó de elogiar su esfuerzo y resaltar aquellos puntos en donde podía mejorar.
Pero hacía ya seis meses que Ramón ni le enviaba capítulos nuevos, ni le hacía réplica alguna a los que él le remitía. Por primera vez en su vida, su intachable hermano mayor se había desentendido de él. Parecía como si finalmente se hubiera quitado la careta y se hubiera hartado de fingir. Aquel inusual comportamiento, al menos, le sirvió de pretexto a Miguel para aliviar su conciencia ante el crimen que se disponía a ejecutar.
Tras aquel prolongado lapso de tiempo de silencio, los dos hermanos habían vuelto a reunirse de nuevo. Ramón se había presentado con una carta y el manuscrito de su novela, cuya entera redacción había completado por fin.
—Lee ahora la carta —dijo Ramón tendiéndole la misiva junto con el manuscrito y poniéndose en pie—. En cuanto al libro, espero que te guste. Me he dejado el alma escribiéndolo.
Una vez tuvo el manuscrito en sus manos, Miguel le endosó un fuerte empujón a su hermano mayor, que salió despedido por el precipicio del acantilado estrellándose inevitablemente contra el encolerizado rompeolas. Antes de caer, Miguel alcanzó a distinguir un brillo de incredulidad en la mirada de Ramón. Pero ya estaba hecho. Su hermano no volvería a hacerle sombra, y ahora aquella novela magistral le proporcionaría el reconocimiento que le había sido negado durante su anodina y patética vida.
Antes de partir con el manuscrito, Miguel abrió la carta que Ramón había traído consigo:
Querido hermano, me estoy muriendo. Hace seis meses que me diagnosticaron un cáncer terminal, contra el que poco o nada podía hacerse. No supe cómo reaccionar y me encerré en mí mismo, apartándome de mi familia y de la gente que me quiere. Hoy sé que me equivoqué, aunque aún necesito plasmar las palabras en un papel para expresar mis sentimientos sin derrumbarme. He podido terminar el libro, que te entrego para que lo hagas tuyo. Ese es mi regalo. Moldéalo a tu antojo y según tu parecer, pues ahora te pertenece y has pasado a convertirte en su único y legítimo autor…
Durante un tiempo indeterminado, Miguel no se movió del acantilado, temblando como la hoja de un árbol que se estuviese a punto de caer.