Una Historia Tan Vieja Como El Sol Y La Luna

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Una rana de sol , o “chura jua” cómo les decía su madre, estaba saltando de un lado a otro en el jardín, mientras  un hada (su madre les decía “kipepeo mwezi”) volaba a su alrededor, el hada y la rana volaban en perfecta sincronía como si fuera un baile, era un espectáculo bastante hermoso. Eso observaba Angaa por la ventana de su habitación, las dos criaturas emanaban brillos de colores radiantes, de forma que su piel oscura se pintaba de dorado y azul y sus ojos centelleaban con los colores de la bellísima naturaleza a su alrededor.

–Angaaaaaa–La dulce voz de su madre interrumpió su espectáculo– Ya terminé de curar al hada, ayúdame a recoger cariño, y después cenaremos.

–Claro que sí ma, voy para allá.

Su madre era la persona más valiente y fuerte que jamás había conocido. Se dedicaba a sanar hadas y todo tipo de criaturas, brillantes y opacas, grandes y pequeñas, simplemente amaba la vida, en todas sus formas. Hace un par de años, cuando Angaa apenas había empezado a ir a la escuela, su madre se dio cuenta de que jamás podría ayudar tanto como le gustaría estando en medio de edificios y calles, así que decidió mudarse al bosque, donde podría estar en contacto con los pequeños bichos que tanto amaba.

Debido al progreso sin conciencia de la ciudad, que cada vez crecía más, el bosque se llenaba de contaminación y toxicidad tanto en el suelo como en el aire, lo que provocaba que las pobres criaturas que vivían en él se encontraran a momentos debilitadas o enfermas, la necesitaban.

Angaa no encontró ningún problema en mudarse, ella sabía que mientras estuviera con su madre nada le podría hacer daño, además de que amaba los animales, y ahí en el bosque había más que suficientes. Eran felices y hacían feliz a su alrededor, no necesitaban nada más.

Después de recoger su consultorio y dejar libre a la pequeña y celeste hada, Angaa y su madre se sentaron en su pequeña mesa principal, y se dispusieron a cenar una deliciosa sopa de lentejas centelleantes; era como comer estrellas.

–Oye mam…

–Angaa, no se habla con la boca llena, recuerda.

–Cierto­– después de tragar su montón de estrellas, continúo– ¿Por qué le dices “chura jua” a las ranas de sol y “kipepeo mwezi” a las hadas?

–Oh, no es nada– su tono era intencionalmente casual– sólo es una historia que se contaba en mi aldea natal, un relato muuuy viejo que se fue pasando en cada generación de mujeres de la familia, hasta llegar a mí.

Entonces vio ese destello en los ojos de Angaa, ya lo había visto muchas veces antes, en su pueblo natal lo llamaban "Ajabu", era esa pequeña chispa que nacía en el estómago y en cuestión de segundos se extendía a todas las partes del cuerpo, una curiosidad que de tan grande se convertía en maravilla.

–Pero estoy segura de que no te interesará, es una historia muy vieja y abu…–sólo vio la expresión de cachorrito en el rostro de su hija y soltó una pequeña risa– está bien, te contaré.

La llama dentro de Angaa sólo se encendió con más intensidad, porque sabía que era el momento de escuchar una historia.

–Hace docenas de miles de años, antes de que existiera el día o la noche, todo eran tinieblas. La única chispa de color en toda la creación provenía de los ojos de dos hermosas mujeres: Jua y Mwezi.

«Jua contaba con unos hermosos y enormes ojos de color dorado; vivía en una región lejana, separada por kilómetros de mares de dónde nos encontramos ahora, ahí, ella vivía yendo de un lado a otro, saltando y jugando con todos los animales que se encontraba en su camino…

–¿Incluso los que son grandes y peligrosos?

–Esos eran sus favoritos.

–Wow, Jua debió ser muy valiente.

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