➛Corredor

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  Martes 7 de Julio, 2020.

  Como un Martes habitual en la vida de Jennie, se encontraba yendo a su cita con la psicóloga, malhumorada como siempre lo estaba y con una cara de humor de perros. Su paso era apresurado, quería acabar con la cita lo más pronto posible y eso que aún no había empezado. Llegó a la gran puerta de cristal y secó la bota que se le había mojado tras haber pisado un charco con la alfombra, raspándola una y otra vez contra el material hasta que quedó satisfecha. Jennie tenía un carácter muy difícil de comprender, era arisca, borde y grosera, no dejaba que la gente se vincule con ella, no después de que su ex-novia, Roseanne Park, la dejara por su mejor amiga, Kim Jisoo. Todavía podía recordar el día en el que ambas aparecieron frente a su puerta, tomadas de la mano, proclamando su amor que nació de manera inocente y también suplicando su perdón, porque ellas no eran capaces de controlar sus sentimientos. Poco le importó a Jennie su historia tan drástica y dramática, no las dejó dar ni un sólo paso, o les dirigió la más mínima palabra y en su lugar, estrelló la puerta justo frente a sus narices, esperando haberle causado el mínimo daño físico a cualquiera de las dos traidoras.

  A partir de ese momento, todo en la vida de Jennie pareció ir en picada, su prestigioso trabajo, con el cuál podía darse los más grandes lujos, se había ido. La revista de moda para la que trabajaba había hecho recorte del personal y ella fue una de las afectadas, dejándola sin nada, sólo unos pocos ahorros con los que pudo sustentarse un par de meses. Su gran pent-house, ahora era un pequeña casa de alquiler barato, en uno de los tantos barrios peligrosos de la ciudad. Su trabajo era quizás aún más horroroso y apestoso que su vivienda, lavaba platos en un pequeño restaurante en donde la paga era un monto tan pequeño que sólo alcanzaba para el alquiler, la comida se la ganaba día a día, con las propinas o robando bocados de los platos en la cocina y está demás agregar que el trato que recibía por parte de sus superiores era grotesco. Jennie no había tenido suerte en las entrevistas a las que asistió, su apariencia desaliñada no género confianza en ninguna de las revistas por las cuales tuvo intenciones de trabajar y eventualmente se resignó y dejó de intentarlo.

  ¿Amigos? Creería ya no tener ninguno salvo Irene, la única que no le había dado la espalda cuando su posición social cayó a lo más bajo de la pirámide. Su familia tampoco había decidido ayudarla, había sido la decepción de sus padres cuando todo se vino cuesta abajo. Estaba sola y al ver como todas las personas importantes en su vida fueron marchándose poco a poco, Jennie cerró las puertas de su corazón por tiempo indefinido. Razón la cuál la trajo a la psicóloga, una pequeña sugerencia de Irene y aunque aborrecía con toda su existencia asistir a aquel lugar y hablar sobre sus emociones, sabía que era por su bien, no podía estar oculta entre las sombras hasta el día que muera, debía aprender a querer y dejarse querer nuevamente. Hasta ahora, no había hecho ni el más mínimo proceso.

  Sus pasos seguían el ritmo del tic tac de su reloj de muñeca, un hábito que había tomado hace un par de años y que no tenía intenciones de dejar pronto, era lo único que podía controlar en su patética y humillante vida. Saludó a la recepcionista por pura cortesía, Emilia era su nombre, lo llevaba en el cartel pegado a la camisa amarilla de su uniforme, pero lo sabía de memoria por frecuentar el lugar hace por lo menos media década. No necesitó indicaciones, se sumió en los pasillos blancos con guardas amarillas, los colores temáticos del consultorio y tras doblar una vez a la izquierda y seguir de largo hasta el fondo, encontró la puerta de su psicóloga cerrada. La mujer no era para nada profesional u ordenada, en realidad, sus horarios eran un completo desastre pero Jennie ya se había acostumbrado y muy dentro suyo, pudo reconocer una parte de ella en Clara.

  Todo hubiese sido algo muy corriente, todo parecía seguir su rumbo habitual pero esta vez, sentada en una silla negra de las tantas que había en el lado izquierdo de la pared, se encontraba una chica. A simple vista pudo notar que era más alta que ella, sus largas piernas se encontraban cruzadas sobre el asiento, codos sobre sus gemelos y su barbilla recostada en ambas de sus manos. Su expresión era seria, inexistente, su mirada fija en el cuadro de la pared pero Jennie estaba más que segura que no pensaba en lo maravilloso que era el arte de segunda mano, su mente estaba presente en un lugar muy lejano de aquellas cuatro paredes que las rodeaban. Se acercó sigilosamente a la pequeña rubia y tomó asiento en la primer silla, tan sólo una separaba su cuerpo del de la intrusa. La chica pareció no notar su presencia y si lo hizo, decidió ignorarla porque no se había movido ni un sólo milímetro, sus ojos jamás abandonaron la pared.  Jennie la observó, si bien podía rebasarla en cuanto altura, la contextura de su cuerpo era aún más pequeña que el suyo, se veía tan frágil y minúscula, tan perdida e indefensa que sintió un extraño sentimiento de querer protegerla de todo lo malo en el mundo. Sacudió su cabeza asustada por lo que acababa de pensar, era una extraña más. Removió su vista de la chica —antes de que se diese cuenta de su intensa mirada—, y sacó su teléfono móvil del bolsillo de su chaqueta para poder entretenerse hasta que llegara su turno, solía entrar unos diez minutos después de lo que debía.

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