El asombro y la indignación fueron unánimes en el despacho del notario tras la lectura del testamento del viejo señor Bande. Se había congregado allí toda su familia; una decena de parientes ávidos de recoger cuanto antes la herencia que se les había adjudicado. Todos se sentían optimistas y convencidos de su suerte por igual. Aquella reunión triste en apariencia, con todas aquellas personas exhibiendo atavíos fúnebres y lágrimas de cocodrilo, escondía una intensa competición crematística carente de sensibilidad. Sin embargo, en el clímax de la ceremonia, descubrieron con horror que el anciano Bande les había negado legado alguno. No había ni un céntimo para ninguno de ellos. Y no era eso lo peor del asunto. Resultó que todo el patrimonio había quedado en manos de Teo, un joven atolondrado, irresponsable, altanero y que caminaba por la senda de la perdición, en línea recta hacia el abismo.
Todos atribuyeron la decisión del difunto a la demencia senil, e incluso, desde el resentimiento, alguno lo interpretó como una venganza personal. Varios de los parientes se quitaron la máscara del duelo e irguiéndose con enojo, aseguraron que encontrarían la manera de alterar el inexplicable curso de los acontecimientos, aun a sabiendas de que era un berrinche inútil. Luego todos se fueron, algunos renegando, otros resignándose y fue tarea del notario hallar al afortunado Teo.
Tardó varias semanas en dar con él y cuando por fin pudo comunicarle su nueva situación, Teo ni siquiera pareció inmutarse. Ajeno a las formas y el protocolo, exhibió una indiferencia total por el fallecimiento del señor Bande, al que admitió no haber visto desde que era un niño. No se molestó ni en parecer padecer el perecer del viejo terrateniente.
No obstante, acogió la noticia de su herencia con gusto evidente.
Había heredado una bonita granja, compuesta por una gran casa, varios establos y una extensión de terreno más que considerable. La casa reposaba en el centro de todas aquellas cuantiosas hectáreas de feraz tierra, que por otra parte, se hallaban bastante alejadas en todas las direcciones de los primeros indicios de civilización.
La granja, por orden expresa del viejo Bande, debía conservar el servicio contratado y perpetuar los mismos mecanismos de explotación de los recursos que había mantenido durante las últimas décadas. Y este era el único requisito impuesto al incomprensible regalo hecho al joven.
Teo soportó con entereza el burocrático sermón en el que se le informaba de todos los detalles de la operación, cogió las llaves y propinó una insolente palmada a la espalda del notario, que no pudo sino alegrarse al ver al balarrasa aquel alejarse de su despacho para siempre.El chaval llevaba hasta entonces una vida bastante difícil. Se había metido en incontables líos absurdos que le habían llevado a verse hasta el cuello de deudas y problemas. Sus excesos eran constantes y cuando por fin escapaba de un problema, se daba cuenta de que se hallaba entonces en otro aún mayor. Por eso aquel improvisto golpe de suerte le supuso un alivio, que su mente interpretó a priori como señal de su buena estrella, a posteriori de sus aptitudes tempranas que el viejo Bande supo reconocer, y ya en la cima de las ínfulas, de las merecidas grandezas que el destino reservaba para él. Había pasado de ser carne de prisión, de manicomio o de camposanto, a ser todo un ínclito señor, dueño de tierras y con criados bajo su mandato.
Y con estos aires tomó posesión de la vieja granja. El primer día el servicio al completo le esperaba reunido en el recibidor de su nueva, enorme y hermosa casa. Más de veinte personas que mantenían la sonrisa en el rostro, imperturbable, desde media hora antes de que él se dignase a aparecer, deseosas de causarle una buena impresión.
Pero la verdad es que él entró por allí como lo haría un emperador enloquecido por el egotismo, y sin haber saludado, se limitó a dar órdenes a diestra y siniestra, empleando un tono adusto. Se desnudó, y escupiendo sobre el suelo recién encerado, actuó como un demente desinhibido, alternando los gritos de euforia con los gritos a las personas encargadas de las tareas de la granja.
Vaya años de tiranía y despotismo les hizo sufrir. El servicio empezaba a dar por bueno al viejo patrón ausente, si es que "patrón bueno" no es más que un oxímoron consecuencia del síndrome de Estocolmo que padece en cierto modo casi todo asalariado, o al menos su estómago. Pero no solo atormentaba al servicio, sino también a los animales allí atrapados y al propio inmueble. Los desaires eran constantes, las extravagancias eran surrealistas y tan pronto estrellaba platos contra la pared entre carcajadas como pateaba al perro y al gato, los cuales se cuidaban de no acercarse en exceso a Teo el cruel.
El ambiente en la vieja mansión se tornó irrespirable y el contraste entre el infierno que se había creado entre sus paredes y el aspecto exterior de las mismas, con su inmaculado frontispicio y el abundante reguero de girasoles y gencianas resplandecientes que la rodeaban, era algo difícil de comprender, casi antinómico.