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La Laguna, 1934.

  Richard Giggs tenía el sueño ligero, lo que a veces era un problema. Una alarma interna le hizo abrir los ojos, de repente, bien entrada la madrugada. Un débil e inusual resplandor se colaba a través de las cortinas del dormitorio principal de la casona propiedad de la empresa de la que era directivo, y en la que tenía su residencia de verano para evitar los calores malsanos de la capital, Santa Cruz.

  Giggs se incorporó extrañado, sentía algo raro en el ambiente y se dirigió a la ventana. Percibió un leve olor a chamusquina. Corrió el visillo y miró al exterior. Lo que vio le dejó estupefacto. Un incendio se había desatado en la casa de al lado, la de Pirés, el cónsul de Portugal. Las llamas se habían extendido por la planta baja y amenazaban con ascender al piso superior en pocos minutos. Giggs pestañeó dos veces y comprobó que no se trataba de una alucinación ni de velas oscilantes debido a una corriente de aire. Los cortinajes de uno de los salones del piso principal prendieron en una llamarada que lanzó al exterior una luminosidad extraordinaria. No había duda, la casa estaba ardiendo.

  Y nadie parecía advertirlo.

  El irlandés se puso su bata y salió de la habitación.

  —¡Manuel! —voceó en lo alto de la escalera—. ¡Manuel!

  En lo que descendió a la planta baja una puerta del distribuidor se entreabrió.

  —¿Señor? —Un hombre semidormido se asomó al umbral.

  —¡Hay fuego en la casa de Pirés! ¡Debemos alertar a los vecinos!

  La somnolencia se esfumó del rostro del criado, que entró rápidamente a vestirse. Giggs se encaminó a la puerta principal de la casa y salió al exterior. Notó la temperatura nocturna bastante agradable. No hacía frío y tampoco viento. Le llamó la atención el silencio absoluto del entorno. Ni siquiera se escuchaban los omnipresentes grillos del verano.

  —¡Fuego! —comenzó a gritar mientras se acercaba a la casa vecina—. ¡Fuego!

  Una luz se encendió en una de las casas cercanas del camino de San Diego. Giggs siguió gritando hasta que Manuel llegó corriendo a su lado.

  —¡Dios mío! —exclamó al contemplar la luz que emitían las llamas a través de los ventanales de la planta baja—. ¿Estará dentro el cónsul?

  Giggs buscó un par de guijarros y los lanzó contra una de las ventanas de la planta superior de la casa. El segundo acertó y rompió el cristal. Giggs conocía la mansión de su vecino y sabía que allí estaba el dormitorio de Pirés. No hubo reacción dentro de la casa.

  —¡Pirés! ¡Pirés! ¡Hay fuego en la casa! —gritó con todas sus fuerzas.

  El olor a quemado invadía el ambiente y el calor que emanaba del incendio aconsejaba no acercarse más a la casa.

  Las luces de las casas colindantes se encendieron y varios vecinos salieron a la calle.

  —¡Que alguien avise a la guardia! —exclamó uno de ellos.

  Giggs advirtió, impotente, que las llamas habían alcanzado el piso superior. Aquel caserón de dos plantas construido de madera se convertía ante sus ojos en una pira gigantesca a toda velocidad.

  —¿Alguien sabe si el cónsul está dentro de la casa? —preguntó el irlandés a sus vecinos.

  —Yo lo vi entrar esta tarde —respondió uno de ellos, aturdido por el espectáculo que estaba presenciando—. Llegó con esa mujer mulata, la que es brasileña.

  Giggs negó con la cabeza. ¿Cómo era posible que Pirés no hubiera detectado el peligro? El olor a humo ya lo invadía todo.

  —¡Hagamos una cadena con cubos de agua! —dijo Manuel—. ¡Que el fuego no se propague a las demás casas!

  En un instante los vecinos se dirigieron a sus casas a buscar cubos y agua. Giggs se quedó un momento solo frente a la bola ígnea en que se había convertido la casa de su vecino. No creía que hubiera peligro de que el incendio se extendiera a las viviendas colindantes. En aquel barrio las casas estaban separadas unas de otras a bastante distancia, rodeadas de pequeños jardines o huertas.

  Las campanas de la iglesia de La Concepción comenzaron a repicar y los primeros guardias urbanos hicieron su aparición. Los vecinos se organizaron y comenzaron a baldear el entorno de la casa ardiente con cubos de agua. Giggs se vio inmerso en la cadena humana que se pasaba los recipientes. Era consciente de que el esfuerzo se dirigía a proteger al vecindario antes que intentar apagar el fuego. La llegada del coche con la bomba contra incendios provocó que se relajara algo la tarea de los vecinos. Los bomberos extendieron sus mangueras y comenzaron a lanzar agua a las llamas.

  Un estrépito intenso se escuchó dentro de la casa. La estructura interna se estaba viniendo abajo de modo irremediable. Con el colapso, el calor se hizo insoportable y todos dieron varios pasos atrás.

  Giggs no pudo sacudirse la aprensión que le atenazaba. La casa se estaba desmoronando ante su mirada. Pero lo que más le acongojaba es que no hubiera visto movimiento alguno dentro de ella. La mansión de Pirés, con sus ocupantes dentro, se consumió en un profundo y aterrador mutismo.

  Giggs no se lo explicaba. De cualquiera de las maneras en que quisiera verlo, aquello no era normal. En absoluto.

  Demasiado silencio.

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⏰ Última actualización: Jun 25, 2020 ⏰

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