Snowman

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Corría tan rápido como podía, dejando sus pies descalzos marcados en la espesa nieve. Estaba llegando tarde, demasiado tarde. Sabía que ella no iría a ninguna parte, que siempre lo esperaría, pero sentía que faltaba a su palabra si se demoraba tan siquiera un segundo más.

Estuvo durmiendo toda la tarde, esperando que llegara la hora y cuando se disponía a marcharse llegó Sango pidiendo que le hiciera mandados. Podría haberse negado, pero la pobre tenía a sus hijos a cuestas y sabía que a él no le llevaría demasiado comprar unos cuantos cortes de carne. Además de que Kagome se enfadaría con él si se negaba a hacerle un favor a su tan querida amiga. No le quedó de otra que ir y de paso ayudar a la anciana Kaede a traer la canasta con hierbas medicinales. Se estaba portando bien, estaba ayudando, siempre se comportaba de esa manera cuando la fecha se acercaba.

Saltó los ríos semi congelados, trató de no tocar mucho las ramas para que la nieve no le cayera encima mientras seguía corriendo a través del bosque. Sus pies estaban enrojecidos al igual que la punta de su nariz, aunque no le dolía ninguno de los dos. Traía un pequeño saco hecho de paja, no debía dejarlo caer por nada del mundo. Kagome no podía comer algo que cayó en el suelo. Finalmente pasó por sobre un par de arbustos y se encontró de frente con el árbol sagrado. Mas no se detuvo demasiado tiempo a contemplarlo. Desvió sus ojos a un costado y agachó las orejas.

—Llegué, Kagome.

Aquel nombre que en un momento fue motivo de alegría ahora solo le traía tristeza y una terrible congoja. Pero no podía evitar pronunciarlo, no quería olvidarlo.

—Te traje algo —y alzó el saco.

No obtuvo respuesta, jamás la obtendría y eso no hizo más que forzarlo a plegar más sus orejas. Dio un par de pasos al frente, agachándose al lado de una improvisada lápida. La acarició suavemente, sintiéndola fría y ajena a todo. Estaba hecha con la parte interna de un volcán, para que resistiera lo suficiente como para llegar a su época, durante quinientos eternos años… Aunque le inquietaba saber que, en la época de Kagome, jamás vio la lápida. No importaba, al menos resistiría un buen tiempo.

—Lo siento tanto… yo… —su voz comenzaba a quebrarse. Odiaba eso, no le daba tiempo a disculparse adecuadamente— Si tan solo yo… ¡Si no me hubiera ido con Kikyo! —su voz estaba cargada de odio hacia sí mismo. Cómo se arrepentía de esa puta noche— ¿Por qué nunca nos dijiste nada?

Nuevamente el silencio reinó y una helada brisa sopló, removiéndole el flequillo. Le gustaba pensar que era ella quien lo consolaba.

Hacía ya tres años que ella se había ido, pero su voz seguía presente en su memoria. Cada vez que estaba por golpear a Shippo, cuando se detestaba por volverse un demonio o no se sentía parte del resto… Juraba que podía sentir su presencia, sentada a su lado. Ni delante ni detrás suyo, siempre a su lado porque aún en esos pequeños gestos ella le demostraba que lo veía como a un igual. A veces incluso escuchaba su voz marcándole el camino, para que encuentre la piedad antes de asesinar al enemigo o la paciencia para no golpear a Shippo.

Un par de meses antes de su partida ella había ido a su época, dijo que era por sus exámenes. Claro que nunca le aclaró que había otro tipo de exámenes en su época y no solamente esos en los que contestas preguntas con lápiz y papel. Volvió a la semana más feliz que nunca. Insistió en dejar la búsqueda de Naraku por un tiempo, tanto que llegó a colgarse de sus ropas mientras lagrimeaba. Pero no la escuchó y no solamente eso sino que además la llamó caprichosa y débil. Si supiera lo fuerte que estaba siendo en esos momentos la habría escuchado y se habría esforzado por cumplirle todos los caprichos que se le ocurrieran. Ella aceptó su decisión, siempre las aceptaba. Dándole su gusto como líder del grupo. Kagome se mantuvo feliz las semanas siguientes. Jugando con los niños de las aldeas que visitaban, hablando más de lo normal con Sango y tratando de aprender lo máximo posible sobre conjuros y exorcismos, al menos lo que Miroku lograba enseñarle. Quería estar cada segundo a su lado, le resultaba asfixiante y llegó a empujarla en más de una ocasión. Algunas veces porque deseaba estar solo y otras porque quería estar con otro tipo de sacerdotisa.

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