Tempestad

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Llovía a cántaros, y míseros grados de temperatura le hacían doler el cuerpo. Temblaba, e incómodo, trataba de no resbalarse al correr por la acera que apenas soportaba los charcos de lluvia. Se imaginaba en dónde estaría ella de no ser por su renombrado cargo, disfrutando de una ducha caliente luego de una larga tarde nadando en la piscina a la que se había inscrito buscando alguna actividad que contuviese su precaria salud mental.

La carpeta negra que protegía bajo su gruesa y larga chaqueta se resbalaba de sus manos, puesto que apenas podía sentir estas de lo congeladas que se encontraban.

«Así no voy a poder tocar», se dijo con autodestrucción.

Empujó la gran puerta del auditorio, dejó sus cosas en las butacas del medio de toda la sala, y se sentó junto a estas, buscando prestar atención al pianista que provocaba el sonido de las teclas que llenaba todo el espacio.

Cinco personas sentadas en la primera fila de butacas se encargaban de evaluar aquella interpretación de un concierto cuyo nombre en ese momento Roy no era capaz de recordar. No sabía si ya habían dicho su nombre, sólo sabía que sus manos estaban frías, sus partituras húmedas, y su cuerpo cansado.

La música dejó de sonar. Escuchó su nombre e inmediatamente se levantó del asiento, arregló su ropa, su cabello, y comenzó a caminar hacia el escenario.

Hizo una reverencia elegante, tratando de respirar tranquilo, y por otro lado esperando que ningún evaluador preguntara qué le había pasado.

Por qué se veía tan físicamente incapacitado para audicionar en aquel bello lugar.

—Roy Gaden, ¿qué nos vas a presentar hoy? —intervino con solemne tono de voz uno de los evaluadores, probablemente el más distinguido de ellos.

—La Valse, de Maurice Ravel —respondió con decisión, siendo correspondido por la inclinación de la cabeza que hizo cada evaluador.

Giró su cuerpo y se dirigió al piano, acomodó la banqueta a una altura cómoda y se sentó sobre la misma sin despegar sus ojos del teclado. Observó rápidamente las ochenta y ocho teclas frente a sus ojos, y llevó sus dos manos hasta las mismas, rozando delicadamente con la yema de sus dedos el blanco gastado de las mismas.

Casi ocho años después de tan bella audición habían pasado, y aquella dulce forma en la que los ojos miel de Genevieve le sometieron la cordura sin cuidado alguno por sus sentimientos, era precisamente la sensación que revivía su fascinación por ella.

—Roy Gaden —escuchó salir de los labios de la misma—, ¿por qué cree que debería tener este cargo?

—Porque sé que para durar en él hay que ser persistente, y me considero capacitado tanto metódica como profesionalmente para tener esta responsabilidad —contestó con la misma decisión que años atrás exponía en otro auditorio.

—Muchas gracias por su participación, en caso de cualquier decisión se le contactará al número que especificó en su ficha, ya puede retirarse.

Agradeció y bajó solemne del escenario luego de reverenciarse una última vez. El portero abrió la gran puerta frente a él, encandilándole con la luz que venía del exterior frío y blanquecino.

Se sentó en una de las bancas de cemento, congelando así voluntariamente todo su cuerpo con el único fin de mantenerse sentado para estar cómodo cuando prendiese su segundo cigarrillo del día.

La desquicia le recorría el cuerpo: era por ella que su nombre era mal dicho por cada uno de los rostros que ese día se encargarían de evaluarlo.

Su vida había cambiado completamente luego de brutos hechos de la realidad pasada, pero la de ella, fiel y concupiscente amante maternal, se había mantenido aparentemente intacta.

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