Nicolás estaba enojado. No lo digo solo yo, lo decía todo el mundo. Mamá, papá, los amigos y los profesores; todos decían que al pibe lo perseguía algún demonio. Llegaba de la escuela y refunfuñaba; refunfuñaba cuando hacía la tarea, refunfuñaba cuando se ponía con los videojuegos y si no estaba refunfuñando era porque estaba durmiendo. La cosa se agravaba, pero nadie sabía por qué. Tampoco queríamos preguntarle. Digo, nadie se animaba. Una vez, mamá intentó hablar con él y terminamos con un vaso y dos platos menos, y el piso lleno de vidrio hecho añicos. "Voy a matar a alguien", decía. Y la cosa seguía. Cuando en la casa había silencio, se escuchaba el eco de sus murmullos rebotando en las paredes de los pasillos. A papá una vez le agarró la loca de tanto escucharlo; nos quedamos sin otro plato y tuvimos que salir a comprar de emergencia porque ya no alcanzaban para los cuatro y a mamá le estaba por dar un ataque de nervios.
Una noche, cuando ya se estaban yendo todos a dormir y se escuchaba el típico "piii" del aire acondicionado del cuarto de nuestros viejos, en el segundo piso, me crucé con una sombra que vagaba en el pasillo. El corazón se me paró y sentí cómo me latía la vena de la frente. Ahí, justo a dos metros de mí, en la esquina donde el pasillo se convertía en comedor y a la derecha estaba la puerta de la cocina, estaba Nicolás, rígido y con aire taciturno. En su mano tenía un cuchillo de cortar carne, de esos que tenía el abuelo en su casa y que se usaba para rebanar el asado los domingos. Se me cayó el alma al piso. Traté de formular una frase, pero solo me salieron consonantes, sonidos sin significado, como si mi cerebro se hubiera quedado sin señal. Él me miraba con tranquilidad, con el cuchillo en mano, alzado y el mango hacia arriba. Durante esos segundos desconocí totalmente la cara de mi hermano, de mi hermano menor. Entonces puse todo mi esfuerzo en formular la pregunta, aquella pregunta que todos queríamos hacerle pero nadie se atrevía por el temor de la respuesta.
"¿A quién vas a matar?"
Fueron cinco palabras, cinco palabras que en mi cabeza sonaron eternas. Habían estado ahí por mucho tiempo, haciendo bulto, resonando como un ruido blanco de fondo. Tragué saliva, esperaba una respuesta.
Pero Nicolás no contestó. Ahora, su mirada se había transformado. La malicia se vio reflejada en sus oscuros ojos y una comisura de su boca se alzó levemente en un gesto de extraña complicidad con la oscuridad. El rostro se le iluminó, como si un relámpago hubiese cruzado el cielo y se hubiera colado por la ventana.
Pensé en la muerte, pensé que era mi fin. Sin embargo, mi muerte sería triste. Asesinada por mi propio hermano, pensé ¡qué muerte más macabra y siniestra!
Pero el objetivo no era yo, lo había dejado claro tras unos instantes, cuando cruzó el pasillo y pasó de largo a mi lado. Oí el ruido de la oxidada manija de la puerta de su cuarto y un golpe seco, producto de la hinchada madera del marco. El alma me volvió al cuerpo. No era yo a quien quería matar, pero tampoco sabía con la vida de quién mi hermano de once años acabaría esa noche. Sería esa noche, lo sabía perfectamente. Me interné en las sábanas de mi cama e ignoré el calor y los mosquitos. Quería que no fuera mamá, que no fuera papá.
A la mañana siguiente no respiré hasta comprobar que mis viejos roncaban y respiraban profundamente en el piso de arriba. El corazón me volvió a latir porque no habría podido concebir la idea de tener que iniciar una nueva vida sin padres y mandar a Nicolás a un reformatorio, en el mejor de los casos. Bajé las escaleras con cuidado de no hacer demasiado ruido. Y ahí estaba. Parado frente a la puerta de calle, abierta completamente, y mirando algún punto perdido en las baldosas del suelo del comedor. Nos sentamos a la mesa, él parecía tranquilo.Charlamos un rato como solíamos hacerlo hacía mucho tiempo. De forma inesperada y como quien hace una confesión, sacó aquel cuchillo de cortar carne de su pantalón. Lo había tenido escondido ahí todo el tiempo.
"Listo", me dijo. ¿Listo qué? pensaba yo. Me paré y caminé hasta la puerta, temblando y temiendo abrirla para averiguar qué era lo que había al otro lado. Sentía la mirada expectante de Nicolás en mi nuca. Tenía miedo de perder a mi hermano.
La luz de la mañana inundó el comedor. Era un día de calor y el sol calcinaba la calle, que estaba llena de algo blanco.
Había plumas por todos lados, todo estaba cubierto de ellas. En el medio de la acera había un pobre diablo que al instante reconocí. Ya sin vida, aquel pedazo de tela celeste yacía sin relleno. "Pobre", pensé, "la muerte más violenta es la muerte de una almohada".
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La muerte más violenta
Short Story"¿A quién vas a matar?" Fueron cinco palabras, cinco palabras que en mi cabeza sonaron eternas. Habían estado ahí por mucho tiempo, haciendo bulto, resonando como un ruido blanco de fondo. Tragué saliva, esperaba una respuesta.