SAUDADE

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Los coches arrancan mientras el pequeño joven de cabellos rizados decide si esa es la mejor manera de morir, de acabar con el dolor. Deseando detener el tiempo, con las lágrimas escurriendo sobre sus mejillas pone un pie en la calle.

Acabar con el dolor.

Una mano se posa en su hombro sosteniéndolo, impidiendo que dé otro paso hacia su final. Todo lo que quiere es ver la luz, dejar de sentir, pero esa mano está reteniéndolo, debe zafarse de ella.

—¿Qué estás haciendo?

La voz es muy lejana a sus oídos. La voz no importa. La sonrisa de su madre es todo lo que invade su mente, la manera en la que su cabello caía, la manera en la que la vida se fue alejando de ella, desprendiéndose de su cuerpo.

—Ella me está esperando.

Arranca la mano de su hombro y continúa su camino hacia la muerte, hacia ella. Cerrando los ojos todavía puede visualizarla, esperándolo del otro lado. Una diminuta sonrisa cruza su rostro. Deleitándose con el sonido de las bocinas al avanzar paso tras paso, un pie tras el otro.

Caer en un profundo sueño, donde todo es oscuridad.

Aquí estoy, mamá.




Las luces cegadoras invaden su visión cuando logra abrir los ojos, lastimándolo. Los cierra en un desesperado intento de volver a la oscuridad, a esa pacífica, silenciosa e insensible oscuridad. Las paredes blancas han de atormentarlo, viviendo entre ellas por tanto tiempo que amenazan con aparecer en sus pesadillas. Encerrando tantos sentimientos, tantos recuerdos.

—Despertaste.

La voz vuelve a hacerse presente y comienza a creer que es parte de sus pensamientos, una mala jugada de su mente. Aquel chico que fue su salvación y su condena lo observa nervioso, levantándose de la dura silla  en la que ha estado sentado las últimas horas de su vida, acabando con todo rastro de uñas en sus manos. Mientras el rizado intenta recobrarse, el joven de la voz regresa a su lado, negándose a separarse de él.

Todo lo que quería era morir, reencontrarse con su familia. Entre sus planes no circulaba quedar tendido en una cama de hospital rodeado de esas horribles paredes blancas con cada centímetro de su cuerpo doliendo, ardiendo en fuego.

—Vaya susto que me diste, —menciona la voz —pero no ha llegado tu hora. Ese no era tu destino. Todavía tienes una misión que cumplir en esta vida.

El chico se encarga de teñir cada palabra con la alegría que siente de haber salvado una vida, sin molestarse en ocultarlo y el rizado lo nota. Un doctor canoso cruza el umbral de la puerta y comienza a revisarlo con cierto afán, poniendo una molesta luz sobre sus ojos.

—¿Cómo te llamas?

—Adler Keane Grayson.

Su mamá adoraba llamarlo por su nombre, pronunciaba cada letra con orgullo, con una gran sonrisa en su rostro. La sonrisa que nunca la abandonó, incluso en sus últimos días. Ella siempre se encargaba de repetir con encanto la manera en la que fue elegido, dándole ciertos aires de grandeza.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete.

—¿Sabes qué fue lo que pasó?

Adler estuvo tentado a responderle que su intento de suicidio había fallado, pero realmente no quería que lo trataran como un loco, no quería volver a visitar un psicólogo nunca más.

—Intenté cruzar la avenida con el semáforo en verde.

—Y casi no sales con vida, muchacho. Él te salvó.

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