No sabe qué ha ocurrido. No sabe cómo ha ocurrido, ni porqué. De lo único que es consciente es que se encuentra en el suelo, tirado, y que le duelen las orejas. Siente un dolor punzante en la parte superior de la cabeza, e instintivamente dirige su mano derecha hacia ese mismo sitio. Nota algo húmedo y aparta sus dedos, desplazándolos delante sus ojos azules: sangre. Su cabeza está sangrando. Ante él puede ver una piedra que, antes parte del desmoronado techo, se tiñe del mismo color que su mano.
Con un pésimo gemido intenta arrastrarse por los escombros hacia adelante. Le duele todo el cuerpo, pero no es momento para lamentarse. Coge fuerzas de flaqueza y empieza a levantarse del suelo, patosamente, hasta llegar a sostenerse por los pies. Aún está aturdido, pero piensa con claridad y a una velocidad que va constantemente en aumento a medida que las conclusiones precipitadas se amontonan en su cabeza.
"Bialas".
Bialas no estaba. Hacía sólo unos momentos, menos de diez minutos, que ambos se encontraban en la misma habitación, jugando como siempre. Entonces se oyeron unos ruidos extraños, procedentes del cielo. Un estruendoso sonido, no identificado por ninguno de los dos había hecho que la curiosidad guiara al mayor hacia la puerta. Y entonces, la explosión. Gerek empieza a rememorarlo todo. Fue tan rápido que a duras penas puede entender qué pasó, pero su edad le permitía tener el conocimiento suficiente para poder saber que lo caído del cielo era una bomba. Los estaban bombardeando. Tras llegar a esa conclusión, el pánico no tarda en mostrarse.
Alterado, recorre con la vista la estancia donde se encuentra, o lo que queda de ella. Aun estar completamente destruida, estaba claro que la bomba no había caído directamente sobre la casa, o de lo contrario, no quedaría nada. Da un paso hacia el pasillo que comunica el recibidor con el comedor, y empieza a gritar.
- ¡Bialas!
Nadie contesta al desesperado grito. Gerek jadea: en su estado, le cansa el esfuerzo que comporta esa acción. Reemprende su camino hacia el comedor, estancia donde momentos antes se encontraba su hermano. Su paso es lento y apenado, y se ve obligado a ir apoyando su mano en paredes y muebles para mantenerse derecho. En una de las ocasiones cae al suelo, levantando una gran nube de polvo, pero vuelve a levantarse, ahora ya más rápido y decidido. Aligera su paso, a fin de ir más rápido. Ya solo queda tumbar a la derecha. Un corto camino de veinte pasos se le ha hecho toda una maratón. Agotado, pero no rendido, entra al comedor.
Los cuadros están caídos, rotos todos. La vajilla de la abuela, situada en la estantería, les hace compañía a mil pedacitos. Todo por el suelo. Armarios, utensilios, todo ha quedado inútil. Lo único que queda en pie es la gran mesa central, donde solían comer, y un par de sillas. Bajo la mesa, se puede oír un sollozo.
Gerek ignora el dolor sentimental y físico que está experimentando y se acerca aliviado a la mesa. Si llora es que respira.
- Menos mal... ¿Estás bien?
El niño niega con la cabeza, aún con los brazos tapándose los oídos. Gerek le acaricia la cabeza, y le pregunta dónde se ha hecho daño. Aunque sabe de sobras que puede ser grave, muy grave, el chico se muestra firme y no olvida sonreír. Con un temblor en la mano, Bialas señala su pierna izquierda. El pantalón ha sido rasgado, dejando ver un pequeño río de sangre que resbala hacia su pie desnudo. El hermano mayor piensa cómo remediarlo. Sabe que no puede curarlo, pero tiene aprendidos los principios básicos que pueden ayudarlos en ese momento. Haciendo toda la fuerza que puede, consigue arrancarse la manga de la camisa para hacer un vendaje improvisado y evitar que se infecte la herida. Con cuidado, hace estirar la pierna al niño y le envuelve el corte que deja ir tanto fluido rojo. Es más grande de lo que tenía fe que sería. Justo después, se arranca también la otra manga de la camisa, dispuesto a atársela en su cabeza para detener la hemorragia. Mientras hace el primer intento, difícil ya que no puede verse, otro estruendo suena cerca y les hace zarandear bruscamente. Gerek cambia su objetivo, y abandona a un lado su vendaje: hay que salir de allí. Con decisión, sale de debajo la mesa y ayuda a su hermano a hacer lo mismo. Después de preguntarle si puede andar y recibir una respuesta negativa, se lo sube a la espalda y empieza a andar cargando con él. Duele mucho, pero lo ignora. No lo piensa dejar allí, no piensa dejar que muera. El miedo crece a medida que se acerca a la puerta de salida. No tiene idea de que puede encontrarse fuera, pero tiene claro que no va a ser felicidad. Justo antes de abrir la barrera que los separa del exterior, piensa apresuradamente dónde ir. Bialas le da la respuesta: padre y madre. Deben encontrarlos. Padre estaba en la fábrica, y madre en la iglesia. De los dos destinos, la iglesia estaba más cerca, así que sería allí donde fuesen primero. Consciente de que van a correr peligro, suspira, dejando ir con el aire toda la tranquilidad que tenía dentro de sí. Aterrado, desliza su mano temblorosa hasta el pomo de la puerta y, finalmente, la abre.
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Concurso de relatos históricos - Blitzkrieg
Historical FictionMi relato presentado al concurso de Phoebe A. Wilkes. Participo en la categoría de Segunda Guerra Mundial. ¡Ya tiene portada!