Fly on

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Esta historia no posee Copyright (tal vez algún día lo tenga), pero apelo al respeto de los lectores. No fue creada con fines comerciales, y puede ser copiada o distribuída, dándo siempre el crédito al usuario correspondiente (ArabellaInWonderland)

Tenía su vestido favorito, aquel que había comprado su madre cuando era joven. Cuando llegó el día, esta se lo regaló a su hija, quien ahora lo llevaba con orgullo. Corto -por sobre sus rodillas-, y de un rojo puro y vital, con círculos blancos del tamaño de una palma. Leah le había quitado algunos adornos al vestido para que no pareciera tan pasado de moda, pero aún conservaba el lazo rojo que rodeaba su cintura. Ahora era un atuendo simple, que impregnaba de energía a quien lo vistiera.

Le gustaba llevarlo. Le gustaba que, al caminar con él, los soldados se voltearan a observarla. Le gustaba que sus amigas lo miraran como si tuviera vida. Le gustaba que le recordaba a tiempos mejores.

Con una sonrisa traviesa, avanzó por el camino de piedra, bajo el cielo azul y despejado. Iba a paso lento entre los olmos y los alisos cuyas hojas se abalanzaban sobre el sendero deteriorado. Leah saltaba de piedra en piedra para evitar aquel musgo que surgía como agua, amenazando con hacerla resbalar.

Miraba para todos lados, a veces para asegurarse de que nadie la siguiera, y a veces para asombrarse con los destellos de luz que iluminaban las hojas, y dejaban entrever pequeñas maravillas de aquella vida: desde pequeños insectos trepando los troncos y recogiendo alimento, hasta bandadas de alcatraces, posiblemente migrando. No tenía idea de a dónde iba, pero no necesitaba saberlo. Sólo necesitaba, por una vez en su vida, escapar.

Las piedras fueron reemplazadas por tierra, y los árboles por pastizales, hasta que un campo de mil colores -uno más intenso que el anterior- se extendió ante sus ojos centelleantes. El paisaje le quitaba la respiración, y sólo una palabra rondaba su mente. Soledad.

Cerró los ojos, frenando por sólo un instante. Si se concentraba, podía sentir el aire salado proveniente del mar. No podía escuchar las olas, pero apostaba que si se acercaba solo unos kilómetros, se encontraría frente al acantilado. Sonrió, y aceleró el paso hasta encontrarse corriendo. El viento azotaba su rostro, y la cinta que sostenía su cabello se soltó, y flotó lentamente hasta caer y perderse entre la hierba húmeda.

Mientras corría, notó lo perdida que se había sentido en los últimos días, socializando con personas que ni siquiera le importaban, fabricando sonrisas educadas como si ello le fuera a comprar la vida. Pero lo peor había sucedido aquella mañana. ¿Quién habría dicho que su vida daría tal giro? Que todo había cambiado ya, que nada volvería a ser como antes.

Sacudió aquel pensamiento de su cabeza y aceleró el paso, forzándose al máximo. Cuando, luego de unos minutos, por fin frenó, sus piernas temblaban en espasmos por el esfuerzo excesivo. Sudaba, y la tela del vestido se pegaba a su espalda. Pero no importaba.

Frente a la joven se alzaba una gran puerta doble de madera, que encajaba a la perfección en el marco de canto tallado. Si se posicionaba en el lugar correcto, la luz dejaba entrever una grabación antigua que se repetía a lo largo del marco, unas tres o cuatro veces.

-Corpus et animam-susurró la joven. «En cuerpo y alma». Sus pupilas dilatadas por la adrenalina ocultaban el color avellana de su iris.

Un candado le bloqueaba el paso, pero estaba abierto, detalle que no la sorprendía. Probablemente se trataba de otra de las ruinas de la Tercera Guerra.

Rodeó el gran candado con ambas manos y lo sacó, para luego tirarlo a su lado. El artefacto cayó con un ruido sordo, y levantó una nube de polvo y tierra que la hizo toser.

Insegura, abrió la puerta, y se adentró en la oscuridad. Chasqueó sus dedos y, como solo ella sabía hacerlo, hizo que el fuego naciera de sus manos. Sintió el calor de las chispas, y tomó aire. Lo había hecho tantas veces, y sin embargo se sentía tan nuevo. Las llamas se alimentaron poco a poco de la oscuridad que rodeaba a la muchacha, hasta que pudo ver el interior de la estancia.

Efectivamente, eran ruinas. Había algunos bancos de piedra dispuestos en dirección a un altar. Todo estaba cubierto de musgo; la vegetación se había tragado lo demás. Unas escaleras, también de piedra, asomaban junto al lado derecho del altar. Manejando su pequeña pero potente bola de fuego con una mano blanquecina, avanzó.

El silencio la tranquilizaba. Mientras subía sigilosa los peldaños dispuestos en caracol, escuchaba el sonido de la nada. Inspiró lentamente, esperó, y exhaló en un suspiro de paz.

¿Cuántos pisos más? El edificio parecía no terminar. Por dentro parecía infinitamente más chico, y Leah comenzó a sorprenderse a medida que los minutos pasaban y los escalones seguían. La oscuridad estaba por devorarla a ella también. Era tal, que la llama que Leah llevaba parecía iluminar ya menos que una luciérnaga.

Es cuando menos miras, que más ves.

Respiró hondo. No temía a la oscuridad. En un movimiento silencioso, la joven cerró su puño sobre la bola de fuego casi consumida, apagándola. Allí, en la negrura completa, estiró su brazo derecho hacia el muro que se cerraba entre los escalones, y lo utilizó para guiarse. Cuanto menos miras, más ves. Siguió subiendo, hasta que una luz se abrió entre la negrura. Sonrió, y aceleró el paso. Un escalón, dos, tres, cuatro, más. Cuando se dio cuenta, estaba riendo y saltando los peldaños de dos en dos. Hasta que dio con la puertecilla, y la abrió.

Blanco. Solo veía todo blanco. Se tapó los ojos con un brazo, y adoptó una expresión encandilada, hasta que sus pupilas se adaptaron a la luz.

Debía admitir que no esperaba un paisaje menos maravilloso que aquel, pero aun así se quedó sin aire. ¿Qué más se podía pedir? Lo primero que Leah pensó fue en jamás irse. En jamás dejar aquel lugar por miedo a que, cuando volviera, ya no fuera tan esplendoroso.

Se encontraba en lo alto de un campanario desmesurado. Uno abandonado y repleto de aves y enredaderas. ¿Funcionaría aún? Leah caminó hacia un extremo, y asomó su torso hacia el vacío. Una ráfaga de viento la azotó, y amenazó con arrojarla al fin. Rió, divertida. Frente a ella, se alzaba el espectáculo. Los campos se extendían por kilómetros hasta el horizonte, donde el sol y el cielo besaban los pastos verdes y amarillentos. Tanto al Sur como al Norte, se extendían un sinfín de árboles de diversos tamaños y colores, que se mecían al son de la música del viento. Si no se equivocaba, podía oír las olas del otro lado del horizonte. Podía oler la sal, podía sentir la vida de la que el mar rebosaba.

¿Por qué nunca lo había hecho? Escapar. ¿Por qué no lo hacía definitivo? Bajó la vista, y se volteó hacia el centro del campanario. Observó las escaleras que la llevarían de vuelta a su vida, con rabia. ¿Por qué tenía que volver? ¿Quién la extrañaría? ¿Qué la ataba?

Detrás de ella, las campanas sonaron. Sonaron como no sonaban hace años, sonaron como jamás volverían a sonar. Cerró los ojos. Las aves que por tanto tiempo habían vivido en la torre, volaron a su alrededor, y se alejaron.

Abrió los ojos, y se quitó los zapatos. Se subió tambaleante al borde del muro, que le llegaba a la cintura. Allí erguida, entre el vacío y el suelo, entre la seguridad y el peligro, cerró los ojos nuevamente. Detrás de ella, la piedra: firme, cercana, infalible. Frente a ella, el cielo: desconocido.

El viento hizo bailar su vestido rojo, aquel que su madre le había dado, aquel que tanto le gustaba. Aquel que le recordaba a tiempos mejores. Levantó sus brazos, hasta que su cuerpo formó una cruz humana. Respiró hondo. Abrió los ojos. Sonrió.

Y se echó a volar.

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