La botella de vodka estaba sobre la mesa, la vi caer cada vez más lento hasta desvanecerme y quedar en el piso, junto a la botella; creo que haberme tomado la mitad fue demasiado. Desperté en mi despacho con una terrible resaca y sin recordar lo que había ocurrido, ¿Cómo podría?, eso era claramente mucho más de lo que mi cuerpo podía soportar. El interrogante se mantiene: ¿Qué pasó en el período desde que me compré el vodka en el supermercado hasta que perdí el conocimiento, cinco horas después?
Traté de recordar sin resultados, entonces empecé a mirar algunos papeles con la esperanza de encontrar algo, y vi algunas notas que había escrito en mi estado de ebriedad que, quizás, podrían ayudarme a entender lo que había pasado. Una se destacaba sobre las demás; tenía una especie de crucigrama que decía: “_u _ o l_ _ _t_st_“
Al poco tiempo de haberme recompuesto descubrí que cuando estaba revolviendo los papeles, a medida que iba moviéndolos, estaba dejando una esquela de sangre. Miré mis manos en forma desesperada y se confirmó lo que me temía: estaban embadurnadas en sangre. Me asusté, fue una sensación extraña porque no tenía idea qué estaba sucediendo. Sólo tenía un crucigrama, una botella de vodka por la mitad y las manos llenas de un líquido rojo increíblemente fuerte.
Me paré frente al espejo, desnudo y después con ropa y caí en la conclusión de que la sangre no era mía, entonces “tenía que ser de alguien más”- pensé. La primera reacción fue la más obvia: era imperativo averiguar qué había pasado, saber de quién era la sangre que tenía en mis manos y en toda mi camisa. Me cambié, fui a la calle y recorrí los alrededores de la oficina, que tan bien conozco y que, seguramente, formaron parte de mi caminata durante el tiempo que estuve alcoholizado.
Entré a un bar, pregunté si me habían visto la noche anterior pero me dijeron que no. Sin embargo, antes de irme me quedé un segundo y escuché el informativo de la radio local: “Una mujer fue encontrada muerta en el pasaje Manuel Padilla, habría sido asesinada de una puñalada en el pecho. Ampliaremos”. En ese momento se me estremeció la piel; esa dirección estaba a cinco cuadras de mi casa. Me puse pálido, pedí una cerveza y me senté.
Aclaré mis ideas durante veinte o treinta minutos, salí del bar y me dirigí hacia el callejón de Manuel Padilla para ver si podía encontrar algo familiar. Extrañamente lo hice: había dos anillos de mi pertenencia y una cartera que me pareció haber visto anteriormente, también rodeada de sangre. Siguiendo con una tarea cuasi detectivesca en la zona del crimen, noté algo peculiar: un contenedor de basura que quizás, sólo quizás, los peritos forenses habrían pasado por alto. Lo revisé y lo vi; quedé aterrado: el cuerpo de un hombre, extremadamente bajo, dentro del contenedor.
Corrí, corrí hacia mi casa como nunca lo hice antes pensando en todo el camino, unas cinco cuadras, cómo seguir, cómo proceder. Toda la evidencia apuntaba a que el asesino era yo, es decir, la cartera ensangrentada, mis anillos, el único lugar que revisé en el área era justamente el lugar en donde se encontraba el segundo cuerpo, que la policía había pasado por alto.
Llegué a casa, me recosté e hice lo más sensato en ese momento: me dirigí a la comisaría. Sí, la comisaría; si cometí un delito, ser culpable de la muerte de otra persona, debo hacerme responsable por ello, o al menos esas palabras seguían repiqueteando en mi subconsciente con la voz de mis padres cada vez que trataba de pensar un segundo más en lo sucedido.
Ya en la seccional, hablé con los oficiales, les comenté la situación y les ofrecí como “muestra de paz” la camisa teñida de rojo- no la lavé porque creí que en caso de ser inocente sería la única prueba que podría salvarme de una condena segura. Sólo tuve una petición antes de que me detuvieran: solicité que examinaran la camisa y determinaran de quién era la sangre. Sabía que no era mía, y si bien sospeché que pertenecía a la mujer fallecida, el segundo cuerpo, el del hombre bajito, me llenó de dudas.
Estuve recluido en una celda con dos detenidos más hasta que llegó mi abogado defensor, asignado por el Estado: mi economía no pasaba un buen momento y una defensa privada no era un lujo que podía darme. A decir verdad no crucé demasiadas palabras con los presos; me pidieron cigarrillos, a lo que me negué ya que no fumo y me pidieron papel, dudo para qué y se lo di. Saqué de mi bolsillo ese crucigrama que encontré en mi oficina, corté la mayor parte del papel, le di una lapicera que tenía a mano y me quedé sólo con la parte escrita.
Tras hablar con el abogado, que me dijo las cosas de rigor -que mi pena podría ser morigerada por el hecho de haberme entregado y de haber dado información vital para la causa- me quedé en la comisaría, esta vez afuera de la celda, ya que todavía no tenían suficientes pruebas para encerrarme, y traté de descifrar el crucigrama que escribí aquella noche, esa noche que pudo haber cambiado mi vida para siempre.
Lo observé atento por varias horas, hasta que di en el clavo. Le pedí al comisario una lapicera -la mía se la había dado al hombre detenido y la verdad me daba un poco de miedo pedírsela nuevamente- y me puse a suplantar con letras los espacios en blanco, que supuse, deberían ser completados con más letras: “TU NO LA MATASTE”, eso era lo que decía el mensaje.
Quedé atónito tras leerlo pero no por demasiado tiempo. A los pocos segundos llegó un oficial con una medialuna en su mano izquierda y unos análisis preliminares en su mano derecha. Se los leyó al comisario, éste me miró y me dijo: “¡Che pibe, la sangre de tu camisa no es de la puta esta que fue asesinada, es de un violador que salió hace dos días!”.
Después de los dichos del jefe del precinto municipal le conté que encontré un cuerpo en el contenedor del Callejón Padilla. Sí, me había guardado un último as bajo la manga en caso de que todo lo demás saliera mal. Efectivamente, el hombre que había asesinado era el violador que había sido liberado días atrás.
Las cosas poco a poco se fueron aclarando conforme pasaron los minutos: seguramente vi al violador tratando de abusar de la muchacha (me niego a llamarla “puta”), y actué por instinto, ya bajo los efectos del alcohol, para protegerla. La teoría pareció buena al principio pero noté una falla, una falla inadmisible: por los bajos reflejos en mi respuesta llegué demasiado tarde, el hombre ya la había matado con su cuchillo cuando no pudo abusar de ella, entonces cuando estuve ahí cerca, frustrado por no haber podido evitar su muerte, tomé su cuchillo, que todavía se encontraba en el cuerpo de la víctima, y aún ebrio, lo blandí sobre su pecho hasta atravesarlo, lo levanté porque era lo suficientemente pequeño, aproveché que el contenedor (vaya a saber porqué estaba abierto) lo arrojé, recogí mi botella de vodka y me fui.
Después de haber llegado a esa conclusión mental, el comisario me volvió a mirar me sonrió y me dijo:
-¡Te podés ir, eh!, no vamos a presentar cargos. Él era un violador, vos estabas en pedo y lo mataste después de que matara a la chica. Uno menos, considérate afortunado y rajá de acá.
Ya en mi casa me recosté y me puse a mirar el techo tratando de dormirme. No podía. Sé que hice algo “bien”, traté de proteger a una mujer inocente pero también sé que más allá de que el hombre que asesiné haya sido un violador, era el hijo de alguien, alguien que seguramente no quería que muriera, al menos, no de esa forma. Cerré los ojos un segundo, dormité algunas horas y me di cuenta que el crucigrama incompleto aparecía en forma constante en mis sueños, pero con un agregado: “fue tu culpa”.
Me paré sin sacar de vista la botella de vodka, todavía a medio terminar, la rompí contra la pared y mirando el vidrio que estaba en el piso, seguí repitiendo, ahora en voz alta: “fue tu culpa, fue tu culpa”.Por Federico Sanz de Urquiza
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El crucigrama
Short StoryUna botella de vodka, sangre por todos lados y solo un crucigrama para descubrir que fue lo qué pasó.