Barman

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La tarde iba cayendo sobre la ciudad, dándole tonos rojizos a la nieve acumulada en las calles. El aire frío traía el aroma nocturno de los cabarets. Eran los últimos días del invierno, y el Bar Chestnut estaba más lleno de lo habitual.

John se colocaba con calma el uniforme blanco y negro característico de cualquier barman. Miraba su rostro en el pequeño espejo roto del baño: canas salidas antes de tiempo, arrugas que no deberían estar allí, o quizás sí; a fin de cuentas él era de sangre impura, y que el exceso de trabajo le arrancase el brillo de la piel a los treinta no era nada de lo que asombrarse. Eso era lo normal. Así es como debía ser.

—¡John, ya comenzó tu turno! —El señor Chestnut abrió de un golpe la puerta del baño y sacó al hombre del lugar halándole una oreja— ¡Sabes que el bar abre a las ocho! ¡Maldito sangre impura, ni siquiera sabes servir unos tragos!

John bajó la cabeza y se instaló en su sitio. Esta vez, al menos, no le había pegado. Su reloj tenía tres minutos de atraso, pero recordaba haberlo reparado la semana anterior. Solo podía conseguir relojes defectuosos, pero él era de sangre impura. Eso era lo normal. Así es como debía ser.

Detrás de la cantina John podía ver más de su ciudad que si viviese en lo alto de uno de los rascacielos de los de sangre pura.

En las primeras mesas se sentaban los verdaderos purasangres, hombres del whiskey y el coñac, de los cigarrillos perfumados, de los trajes perfectamente planchados cuyos botones no cedían a la presión de las panzas tambaleantes. En el centro se acumulaban los personajes más coloridos, los del champagne y los vistosos cocteles tropicales: señores de caras plásticas y cabellos brillantes por la laca, señoras de coloridos vestidos y movimientos sueltos, amantes de la risa fácil. En el fondo se reunían los seres misteriosos y sin nombre, los que solo tomaban algún que otro trago de vino, los que desaparecían del mismo modo en que llegaban.

Pero había otra clase: los de la barra, la cerveza y el ron. Allí iban los sangre pura arruinados, o algunos seres del limbo: esos que están en el medio, que podrían ascender con la suerte o caer por alguna jugada trágica del destino. Esos gustaban de golpear a John, de maldecirlo por su raza; y algunos, los más escasos, olvidaban que él era un impuro y le contaban sus desventuras como si se tratara de un hermano o amigo.

Ese escenario se le presentaba a John día tras día. Aun así, el panorama no estaba completo. En las esquinas, en los alrededores, puestos como manchas de mugre, se colocaban otros seres como él. Porteros, camareros, meseras, cajeros, conserjes, cocineras, lavaplatos, todos en su sitio, sin edad para las arrugas que les aparecían en la frente, con agujeros en el estómago y mentes no más llenas que sus apetitos, pero eso no importaba. Eso era lo normal. Así es como debía de ser.

John terminó su turno a la una de la mañana. Se quitó el uniforme y lo colocó en su taquilla. Encendió un cigarrillo e inhaló el humo con calma, expulsándolo a intervalos de sus pulmones. Al salir se encontró con Peter, el barman que debía relevarlo, saludando a Charlie, una mesera de su turno que también iba de salida y hermana de aquel. Peter estaba llegando tarde: seguro su reloj estaba atrasado tres minutos. Pasaron uno junto al otro sin hablarse, a fin de cuentas, ni siquiera trabajaban en el mismo horario. Escuchó la voz estruendosa de Chestnut al darle un golpe aún más estruendoso en la espalda. "Es lo normal. Así es como debe ser".

Caminó unos cuantos kilómetros hasta la parada del autobús de los impuros. Al menos los centavos con los que contaba le alcanzaban para eso y una lata de sopa rancia para la comida. Se sentó en una esquina a esperar, y segundos más tarde una voz interrumpió el éxtasis de la última calada de su último cigarrillo.

—¿No te cansas de lo mismo? —Un anciano, sucio y mal vestido como él, se sentó a su lado y le habló mirando al horizonte, como si esas palabras también las dirigiera a la ciudad—. Vienes cansado del trabajo, pero solo llegarás al pequeño apartamento arrendado de cinco por cinco donde vives para dormir máximo cinco horas y volver a tu otro empleo.

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