Concubino.

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-S... su alteza ¿Qué quiere decir con que quiere que traiga al joven ciego aquí?- Preguntó el mayordomo con justa confusión y alteración, de pronto su señor pedía que por la noche y sin que nadie se enterara llevase a un sucio y simple plebeyo humano a esa habitación.
Desde la muerte de Adelaide muchos rumores sobre el príncipe habían empezado a circular por todo el palacio, uno muy fuerte era que el joven heredero buscaba cada cierto tiempo alguna persona para aliviar sus penas y satisfacer sus deseos carnales, mandaba hacer traer a algún prisionero distinto cada vez y le encargaba la labor a un sirviente distinto, había hecho llamar a muchos criminales que habían simpatizado con la vil cazadora llegada ahí hace unos siete meses e incluso al carcelero de dicha muchacha pero era la primera vez que mandaba llamar al camarada de esa persona, sin mencionar que parecía siempre querer llamarla a ella pero sin reunir el valor necesario para hacerlo.

Rudolf estaba sentado en la ventana que daba al patio del palacio, ahí donde se había librado la batalla hacía menos de tres meses, ahí donde murió su dulce hada, las palabras de esa cazadora lo habían dejado destrozado y confundido "Antes de esto puedo creer que ella te amara Rudolf, pero hoy solo veía al heredero", quería entenderla pero también tenía miedo de la obvia respuesta, él la había amado como nunca amaría a nadie, quería renunciar a su título por ella, estaba dispuesto a morir si era por la libertad de ella y se había aferrado a que el amor sincero era por ambas partes. Varias veces había mandado llamar a las personas que se relacionaban con ella para que le ayudaran, para que le dieran la esperanza de que eso no era cierto. Pero ninguno sabía hablar de eso y terminaban hablando sobre otras situaciones, pláticas que desembocaban en un solo nombre "Azula", ellas eran totalmente opuestas y quería que así fuera en todo, conocía a la chica lo suficiente como para decir que era interesada, abusiva, egoísta y aprovechada. Todo lo contrario a su Adelaide.

-Solo hazlo traer, asegúrate de que nadie le reconozca y ponle ropa distinta- Contestó vagamente, conocía de sobra los rumores de los que se le acusaban pero era mejor eso a que su tía se enterara de lo destrozado que estaba por la muerte de su amante y las palabras que la extranjera le había dicho, era valiente y le había enseñado un mundo distinto por medio de esa interesada sonrisa.
Muy en el fondo sabía que era una persona muy fuerte y le dolía no poder ofrecerle una habitación en lugar de tenerla en una celda, las diferencias entre el trato para ella y ese chico ciego al que le habían dado una habitación entre los sirvientes eran abismales, pero entre ellos parecía haber algo más que una simple amistad de camaradas, sin envidias ni segundas intenciones, claro que habían secretos pero sentía algo de envidia al verlos juntos las pocas veces que les permitían verse. Recordando la gran cantidad de magia negra que había emergido de la chica cuando el chico estuvo en peligro y la transformación que esta obtuvo cuando él parecía haber muerto, las gentiles palabras que le había brindado el chico estando aún débil... De pronto se atrapó a si mismo pensando en el muchacho, imaginando sus susurros diciendo que él estaba bien, que no necesitaba preocuparse por nada, imaginando el suave toque de esas manos largas y delicadas. Ese cabello negro largo entre sus dedos y la dulce voz llamándolo por su nombre, su piel canela y esos lindos labios sonriendo solamente para él.

Cuando se percató su calor corporal había aumentado mucho y su ser se sentía incómodo, esperaba que el mayordomo se hubiera ido, al buscarlo en la oscura habitación se percató de su soledad, se avergonzó al examinar sus pensamientos, tan centrado estaba que se olvidó de despedir al sirviente, de pronto se sentía inquieto, su ansiedad crecía cada segundo y para evitar pensar en el trovador se dispuso a prepararse para recibirlo, por palabras de Eiar sabía que era un muchacho asustadizo pero muy amable, en algún momento llegó a escuchar que disfrutaba el aroma de las flores así que tomó algunos jazmines y ramas de lavanda de su balcón y los puso en su lecho, era un buen lugar para que se dispersara el olor y este era fresco, pero pensó que un poco de menta no haría daño; esparció hojas de dicha planta por la habitación, se dispuso a prender los candelabros que siempre encendía cuando los visitantes venían pero se dio cuenta de que solo tenía tres velas (siendo el candelabro de diez) buscó uno más pequeño y lo colocó en su mesita de noche, se consoló diciendo que como el chico era ciego no haría falta mucha luz , con que él pudiera observarlo bastaría. Se metió a dar un baño antes de encender las velas y recordó las "visitas" nocturnas que le hacía a su dama y las que en ocasiones le hacía ella.
Su corazón empezó a latir con fuerza y sus regularmente blancas mejillas se colorearon rojo intenso, sin saber por qué untó su cuerpo con aceites esenciales y lociones especiales se vistió con sus mejores ropas y encendió las velas. Mirando como espectador era una atmósfera muy romántica pero Rudolf insistía que era una habitación preparada para una visita común y corriente de un camarada.

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