Belmont y el espantapájaros

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— ¿Dónde está?

— ¿Alguien lo ha visto por allí?

— ¡No! Dejad de gritar, lo asustaréis.

— ¡Ja! Aplícate el cuento.

— ¡Sal, rata sarnosa, sal!

Los adultos estaban tan concentrados buscando al espantapájaros, que no se dieron cuenta del perro destripado que había a un lado del maizal. Era Pierre, el pastor alemán del señor Fantin, y todavía vivo, tenía los ojos bizcos bajo la luz de la linterna de Belmont.

Los intestinos del animal descansaban sobre la tierra semirevuelta, y un camino de sangre —muy propio de un cuento de hadas de Perrault— se perdía en el interior del terreno.

No tan lejos, el niño escuchaba cantar a las coralinas

(o les corallines).

Estaban esperando a los hombres en la hoguera: arrodilladas, desnudas y peinadas a lo loco. Habían pasado cinco minutos desde las tres de la mañana y los nervios comenzaban a aflorar no solo en ellas, sino en todos los habitantes de Troumbé. Y Belmont, que no era más que un chiquillo de diez años, gordo como lo pudo estar Tarrare en su niñez, sentía esa tensión en la piel como agujas de coser. Así que llevado por la curiosidad, pero sobretodo por la responsabilidad, el niño se adentró en el interior del maizal.

Era el auge del verano y el sudor y los mosquitos le atacaban el rostro por igual. Vestía enteramente de pana y le costaba moverse entre los tallos —altos, secos y espigados— del maíz; dando manotazos a diestro y siniestro, guiado por las gotas de sangre que iluminaba en el suelo.

El espantapájaros había huido a las dos de la mañana, una hora antes de la fiesta. Y, como lo había sido Pierre antes de su muerte, había pertenecido al señor Fantin durante seis largos meses. De hecho, Belmont y los otros niños de Troumbé lo habían visto infinidad de veces en ese mismo campo de maíz, ese que el chiquillo estaba atravesando. Y siempre, siempre, tenía una gran sonrisa cosida en el saco.

En el momento en que Belmont y su padre escucharon que había escapado, el niño se sintió sorprendido

(antes de llegar al maizal, habían recorrido gran parte del bosque, del pueblo y del lago).

Pero no tanto como cuando encontró, después de caminar lo que a él le pareció una eternidad, a la criatura agazapada entre los tallos, sollozando de la forma más silenciosa que pudiera existir y alumbrada por su linterna.

Al notar la luz, el espantapájaros se movió lentamente —¡Fue algo agónico!— y levantó la cabeza encapuchada de tela vieja. Parte del saco se había roto y un ojo azul, grande y espléndido lo miró. Y alrededor del ojo, Belmont se fijó que tenía cúmulos de carne lechosa, recubierta de pecas, cejas y pestañas. La sonrisa había desaparecido y solo quedaba una lágrima descendiendo hasta la tierra del maizal.

— Por favor, ayúdame —le dijo entonces el espantapájaros, tan bajito como un suspiro—. Por favor, ayúdame.

El niño se encogió, incrédulo, viendo al ser arrodillarse con las manos llenas de sangre.

— Ayúdame —repitió.

De repente, las voces de los adultos se sintieron más cercanas, lo que a ambos hizo temblar.

— Por favor —volvió a repetir, de nuevo al borde de las lágrimas.

El niño negó con la cabeza, buscando adónde mirar

(que no fuera al enorme ojo de aquel espantapájaros).

— No, no puedo. —Finalmente respondió.

— Por favor, ayúdame.

— ¡EH, ESTÁ AQUÍ!

Y entonces el resto de linternas los iluminaron. El espantapájaros intentó salir corriendo, gritando un lastimero "¡SOCORRO!", pero los adultos se le abalanzaron encima como bestias sobre su presa. Casi aplastaron al pobre y pequeño Belmont que, en un intento por no morir bajo algún enorme granjero, cayó hacia atrás y se golpeó el trasero con el suelo y la sangre.

Los adultos alzaron al ser en el aire, agarrándole los brazos, las piernas y la cabeza, sin delicadeza alguna. Con el forcejeo, el saco se rasgó un poco más, revelando mechones de pelo escurridizos, del color de la paja. Y entre gritos insoportables y fuerzas inútiles, los habitantes de Troumbé comenzaron a caminar hacia la hoguera.

Belmont, que había oído a su padre llamarlo, se levantó y caminó tras ellos, viendo a las llamas de la fogata —al fin vivas y hambrientas— esperarlos. Las coralinas también se izaron, aumentando la potencia de su canto espectral. Entre los pequeños huecos que dejaban los adultos, Belmont era capaz de ver sus cuerpos desnudos pintados con sangre de cerdo. Y al resto de niños de Troumbé, rezando a la bondad de la diosa araña.

— ¡No, por favor, no! —gritó el espantapájaros, ya demasiado cerca de la hoguera. Belmont olía su miedo como podía de igual forma oler el fuego. Sin embargo, los adultos no se lo pensaron dos veces antes de arrojarlo contra el sol.

— ¡Este año habrá cosecha! —clamaron los asesinos, entre los chillidos lujuriosos de las coralinas—¡Este año habrá cosecha! ¡Este año habrá cosecha!

La víctima, que se retorcía en las brasas, intentó nuevamente escapar de su muerte. Pero un hombre, vestido de cuero y con jabalina en mano, clavó la lanza en el cuello del espantapájaros, obligándolo a quedarse. Y después sonrió, tal y como lo hacían sus compañeros de Troumbé.

El humo negro comenzaba a cubrirlo todo y la alegría no podía ser más bienvenida. Los hombres empezaron a cantar

(era, como no, el himno de la diosa araña),

y las coralinas a flotar, convulsionándose entre rostros placenteros.

— Ven, hijo —dijo el padre de Belmont a Belmont. El niño le cogió la mano, hipnotizado por las llamas negras que cubrían al carbonizado espantapájaros.

— ¿Seguro que hacemos lo correcto? —preguntó al fuego, pero respondió su padre.

— Cállate y sigue cantando —le ordenó con voz severa. Belmont podía sentir su mirada furiosa

(la mirada furiosa de alguien a quién cuestionas su fe)

en la mejilla. Y, como todo niño que apreciara y temiera a su padre como él, siguió cantando. 

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