El Gran Ángelo

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Abel se despertó con una sonrisa y una agradable sensación de euforia. Había soñado que era como el Gran Houdini: le encadenaban y encerraban en un tanque lleno de agua, ante la mirada de un público fascinado que le vitoreaba como a una gran estrella. Cinco minutos después, esa euforia se esfumó al recordar su triste realidad. Hacía cinco años que trabajaba como ayudante del Gran Ángelo, un ilusionista de tres al cuarto que, junto al resto de engendros que formaban la compañía Los hermanos de Ángelo, viajaba por el mundo rememorando ese viejo estilo Freak Show de los circos de antaño.

Como cada noche, Abel estaba preparando el número estrella del circo: Escapando de lo imposible, una burda imitación de La Cámara de Tortura China que tanta fama reportó a Houdini en su día. Pero esa noche era especial: sería la última actuación del Gran Ángelo.

Abel estaba harto del desprecio y de los insultos del ilusionista. Todos en la compañía sabían que era un viejo alcohólico y que, en más de una ocasión, había sido lanzado al agua demasiado borracho como para poder liberarse por sí mismo y, mientras la cortina escondía el truco, Abel lo había tenido que rescatar, salvándole la vida y la reputación. Ya había perdido la cuenta de las veces que había querido gritar a los cuatro vientos que ese viejo era un fraude, cuando el público le regalaba ovaciones y aplausos.

Finalmente, cansado de esa miserable vida y de los desprecios y vejaciones de Ángelo, una idea cobró fuerza en la cabeza de Abel, solo necesitaba un cómplice, alguien del público que retara al viejo y distrajera su atención.

El cómplice, lo encontró días más tarde en uno de los bares del pueblo dónde estaban actuando. Mario era un joven e influenciable muchacho al que le fascinaba la magia. Solo hicieron falta varias copas, y algunas exageraciones sobre las capacidades del Gran Ángelo, para terminar de convencer el joven que se sintió como un niño con zapatos nuevos cuando Abel le regaló entradas para la función. Mario solo tenía que retarlo con un truco imposible y la soberbia del mago harían el resto.

Abel se asomó tras la cortina y echó un ojo a la carpa levantando una ceja sorprendido. Había mucha gente, así que dedujo que su inocente cómplice había corrido la voz entre sus amigos. Sonrió satisfecho, su plan estaba en marcha y también Ángelo había caído en la trampa. Le había dejado una botella de whisky en su caravana y el viejo no había podido reprimirse. Cuando fue a avisarle, pudo ver la botella casi vacía y al mago en un estado de embriaguez más que evidente.

Tras una larga noche de trucos de magia, payasos y ovaciones varias, el Gran Ángelo estaba presentando el número final. Había llegado el momento que tanto ansiaba Abel.

—Damazzzz y caballerooos, niños y niñas. Ezta noche lo impozible será pozible. No es ningún truco... ya que no ze emplea ninguno jejeje... Añozzz de práctica y destreeeeza hacen que no haya grillete ni cerradura que ze me resista, y por ello, zeré encadenado y lanzaaado al agua. Vosotros seréis testigos —decía el Gran Ángelo al público, mientras se movía torpemente haciendo esfuerzos por hablar lucidamente, en su típico discurso de los años 50—. ¿Alguien quiere azzzercarzze para verificar loz grilletez?

Varias manos se levantaron entre el público, una de ellas, la de Mario que trataba de atraer la atención del ilusionista.

—El joven del fondo, pareze que tiene muchaz ganas de salir. Sí tuuuu... ven hacía aquí muchacho —dijo señalando a Mario que se acercó hasta él con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Cómo te llamaz hijo?

—Mario —respondió con timidez.

—Hola Maaariooo ¿cóoomo eztás?

—Bien, bueno... algo nervioso la verdad. Me encanta la magia y estar ahora aquí es casi como cumplir un sueño. ¡Gracias!

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