Venía de la universidad, cansado y apesadumbrado. Su vida últimamente eran solo exámenes y problemas. Su novia lo había dejado, su padre había muerto hace dos meses, había perdido su trabajo, habían entrado a robar a su casa...en fin, todo en la vida de Edgar parecía salir mal, nada bueno le había pasado en el ultimo tiempo y los constantes exámenes y problemas, mas la incertidumbre de que sería de él si no encontraba trabajo nuevamente, lo estaban volviendo loco.
Eran las nueve y cuarto de la noche y caminaba pensando en los bellos momentos que había pasado con Rachel; su novia, y en como todo se había ido a la mierda. De camino a su casa en las afueras de la ciudad, él tenia que pasar por al lado de un cementerio antiguo, con lápidas de piedra y estatuas de ángeles, demonios y gárgolas. De niño siempre le habían fascinado estas estatuas, pero ahora no, ahora le producían escalofríos, esa imaginería monstruosa y oscura en ese tétrico cementerio le helaba los huesos y le producía una densa ansiedad. Por otro lado, si no pasaba por la calle del cementerio para llegar a su casa, tendría que pasar por la calle que estaba atestada de vagos y drogadictos, peleas y asaltos. Definitivamente prefería pasar por el lado del cementerio, porque al final de cuentas, ¿que podía pasar? mas que asustarse por fantasmas y cosas inexistentes. Se detuvo a encender un cigarrillo, decidió sentarse en un banco cerca de la reja del cementerio, decidido a vencer el miedo que le provocaba este, pensó que tan difícil no podía ser, ya que, sólo eran miedos tontos e infantiles, que lo que realmente a él le daba miedo; era la gente, y últimamente, su vida, su miserable vida.
Estaba fumando apaciblemente, mirando las estrellas, la noche estaba realmente hermosa y tranquila, la calle del cementerio estaba menos transitada de lo normal, incluso se podría decir que en todas las veces que había caminado por allí, nunca se había sentido tan solitario y desolado aquel lugar. Sumido en sus pensamientos, inesperadamente fue interrumpido por una voz que lo sobresaltó; era la voz de un hombre, que había salido de la nada, para preguntarle la hora. Después de responderle nervioso y perturbado por la repentina aparición del sujeto, este le formuló otra pregunta, esta vez, una pregunta que lo dejó perplejo e interesado a la vez: ¿Te gustaría ganar mucho dinero fácilmente?. Edgar no supo que decir, se quedo en silencio por unos instantes, pensando en lo rara que era la situación y lo extraño que era aquel hombre, tenía los ojos muy grandes y saltones, la nariz larga y aguileña como la de un ave rapaz, la boca enseñaba una sonrisa siniestra, unas pobladas cejas hirsutas, una barba de chivo que le llegaba hasta el pecho y era extremadamente flaco, además, para acrecentar su sórdida apariencia, vestía con ropa muy anticuada, como salida de dos siglos atrás. El hombre, al verlo pasmado, sin saber que responder, se presentó como el Doctor Howard Maxwell, especializado en el estudio de cadáveres y otras ciencias que estudian la muerte. Posteriormente le explicó que el necesita cadáveres en diferentes etapas de descomposición para sus estudios, los cuales son de vital importancia, y que últimamente se le estaba haciendo muy difícil adquirirlos por muchas razones que no valía la pena mencionar ahora. Le dijo que sólo debía saber que si estaba dispuesto a prestarle ayuda, sería bien recompensado, muy bien recompensando, ya que el es una persona con mucho, mucho dinero. A Edgar, aunque el hombre le provocaba aversión, decidió decir que si, que quería ayudarlo, no podía dejar pasar la oportunidad de ganar dinero, ahora que había quedado cesante. Entonces, el Dr. Howard le dijo que lo que harían es ilegal y que si quería echarse atrás ahora, era el momento, que el podía buscar a otra persona para el trabajo. Edgar lo pensó unos segundos, luego dijo que no, no se echaría atrás, que prosiguiera y le explicara de que se trataba el asunto, entonces el Dr. Howard le explicó que tendrían que entrar más tarde al cementerio, a eso de las tres de la madrugada aproximadamente, a exhumar cadáveres, los cuales él se llevaría luego en su furgón. A Edgar, la idea de verse en ese cementerio desenterrando cadáveres le pareció terrorífico y repulsivo, pero insensatamente, pensando sólo en el dinero y todo lo que le alivianaría sus problemas, dijo que sí, que lo haría, que no tenía ningún problema. El doctor quedó de pasar por él a su casa a eso de las dos y media de la madrugada.
Eran aún las diez y media de la noche y Edgar se encontraba ansioso, ahora su mente sólo albergaba pensamientos sobre la morbosa tarea que realizaría en unas cuantas horas más. Ahora, recién dudaba de lo que había hecho, aceptó un vil trato con un desconocido, por dinero, por el sucio dinero, no le importó pasar a llevar su tan preciada moralidad. En unas cuantas horas más, estaría desenterrando cadáveres en el mismo cementerio en donde descansa el cuerpo de su padre. Pidió perdón a Dios. Ahora se daba cuenta que las personas desesperadas pueden cometer actos crueles y malignos sin serlo ellas mismas. Para tratar de aliviar sus preocupaciones, se puso a jugar videojuegos en su computadora.
La hora pasó rápidamente, eran ya las tres menos veinte de la madrugada, el timbre de su casa sonó, se paró deprisa a ver por la ventana, los focos de la calle alcanzaban a iluminar el grotesco rostro del Dr. Howard, Edgar sintió escalofríos, al ver a aquel sujeto parado afuera en la noche, mirando hacia su casa, con esa expresión horrorosa, mezcla de odio, satisfacción y sarcasmo. Se puso una chaqueta, botas y unos guantes y salió a la noche, al encuentro con el horror. El doctor lo saludó con una sonrisa y le preguntó si estaba listo, a lo que Edgar respondió que sí, aunque por dentro, él no lo sabía muy bien, la verdad era que no sabía lo que estaba haciendo, era como si aquel hombre lo impulsara inexorablemente a cumplir su voluntad, como dotado de un poder sobrenatural.Se subieron al negro furgón del doctor, el olor era nauseabundo, era como si aquel vehículo fuera una tumba putrefacta que se abría después de muchos años. Edgar aguantó los deseos de vomitar, y pensó que si no aguantaba este olor, no sería capaz de realizar la tarea de desenterrar cadáveres del cementerio, porque el hedor, seguramente, sería mucho, mucho peor. El trayecto en el furgón hacia el cementerio fue rápido, ninguno de los dos hombres dijeron una sola palabra dentro de él.
Al llegar al cementerio y ver sus lápidas y estatuas iluminadas por la pálida luz de la luna, Edgar sintió deseos de echarse atrás, de despedirse de aquel hombre y volver a su hogar, a la tranquilidad de su hogar. Luego recordó que ya casi no le quedaba dinero de sus ahorros y que aún no encontraba trabajo. Tendría que seguir adelante. La noche estaba fría y silenciosa, sólo se escuchaba el viento y el cantar de los grillos. Bajaron cada uno una pala del furgón y entraron al cementerio. El Dr. Howard llevó a Edgar frente a una lápida grande y antigua, en donde le dijo que ése era el lugar en donde debían cavar. Ambos hombres estuvieron cavando, sin decir palabra alguna, por aproximadamente una hora, el agujero en la tierra ya era muy profundo, pero no habían encontrado ningún ataúd, ningún cadáver, ni siquiera un esqueleto...Edgar sintió un deseo irrefrenable de ver lo que aparecía escrito en la lápida, tomó su linterna y la alumbró. En ella se podía leer: Dr. Howard L. Maxwell O'Rilley, 1756-1809. Un gélido escalofrío recorrió su espina dorsal, el hombre que tenía a su lado¿no era quien decía ser? o quizás...En ese momento, Edgar sintió que algo frío se apoyaba en su sien; era un revolver. El Dr. Howard, amenazándolo con matarlo si oponía resistencia, comenzó a atarle las manos y pies fuertemente con una gruesa soga, luego le colocó una mordaza, para asegurarse que no gritara pidiendo ayuda.
Las siguientes palabras, serían las ultimas que escucharía Edgar en su existencia: ...Doy inicio al ritual, como está pactado, en mi propia tumba, de donde me he levantado venciendo a la muerte, gracias a ti, ¡oh poderoso!, señor de la carne, putrefacción y regeneración, ¡oh gran Gotmothzum!, vermis del inframundo, te ofrezco como sacrificio a esta condenada alma mortal, llena de sufrimiento, dolor y angustia, para que sacies momentáneamente tu hambre eterna de aflicción, ¡otórgame una vez más el don de la regeneración, para rejuvenecer mi cuerpo mortal, y así prolongar mi vida!