Crowley & Aziraphale

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Crowley se deshizo de la chaqueta de su traje y la dejó colgada en el perchero de la entrada. Aziraphale imitó sus pasos, y ambos se sentaron en silencio en el sofá del oscuro y modernista salón del demonio. Había sido un día muy, muy largo, indicaron con un mismo suspiro en cuanto dejaron a sus cuerpos relajarse entre los cojines negros.

Crowley aún no se había quitado las gafas de sol, pero tampoco parecía haberse dado cuenta. Su mente estaba en otra parte, en otro tiempo (tan sólo unas horas antes, en realidad), entre las llamas de una librería que durante muchos años había sido casi como su segundo hogar. Ahora que todo el asunto del Anticristo había acabado, y los jinetes del apocalipsis se habían ido, y ya no tendrían que preocuparse por el joven Adam más de lo normal... ahora era por fin capaz de asimilar ese momento en el fuego, cuando había creído a su único y mejor amigo muerto. ¿Cómo había podido olvidarlo? ¿Se debía a que su corazón de demonio se había estado rehusando hasta ese momento a recordar el dolor que había sentido durante esos agonizantes momentos, antes de saber que en realidad Aziraphale estaba bien?

—Querido, ¿ocurre algo? —dijo Aziraphale, inclinando levemente la cabeza y esbozando una sonrisa algo nerviosa.

Crowley suspiró. ¡Aquel ángel y su siempre acertado instinto! Odiaba que fuera tan capaz de leer sus emociones.

—No es nada —gruñó, hundiéndose más en el sofá con una muy mala postura—. Ha sido un día largo.

—Desde luego que sí... —afirmó Aziraphale, asintiendo—. No tendrás algo para tomar, ¿verdad?

Crowley esbozó una media sonrisa.

—En la despensa, sí. ¿Te apetece un poco de vino?

Pero Aziraphale no contestó. Aquella conversación trivial, fruto del deseo de ambos de ignorar las emociones vividas a lo largo de ese día, de repente perdió sentido para ángel y demonio. Los dos se miraron. Crowley tragó saliva y frunció los labios.

—Hoy pensé que te había perdido —murmuró, dejando la corriente de sentimientos fluir sin hacer nada al respecto por primera vez en su vida—. Que las llamas te... te habrían...

Crowley se levantó las gafas con una manga para enjugarse las caprichosas lágrimas. Se humedeció los labios y carraspeó, desviando la mirada.

—No vuelvas a... asustarme de ese modo. Por favor —pidió.

Aziraphale lo miraba con los ojos muy abiertos y el corazón martilleándole el pecho. Nunca antes había visto a Crowley llorar, y mucho menos preocupado por él. Alargó los dedos con la intención de rozarle el hombro; aún existía demasiada distancia entre ellos...

—Crowley, querido... —lo llamó.

—No, está bien —dijo él, sacudiendo la mano y haciendo que Aziraphale devolviera la suya a su regazo—. Tan sólo, bueno...

—Lo sé. Lo lamento —se disculpó Aziraphale, tristemente.

Crowley lo volvió a mirar. Las gafas se le habían bajado levemente, dejando ver parte de sus alargadas pupilas. Aziraphale se quedó unos instantes contemplándolas. Pocas veces tenía la oportunidad de hacerlo, desde que el demonio había descubierto el maravilloso invento de las gafas de sol.

—¿Vino, entonces? —susurró Crowley, su vista también clavada en Aziraphale.

Una nueva corriente de emociones los embargó. Como por instinto, al unísono, los dos se levantaron a toda velocidad y se envolvieron el uno al otro en un fuerte abrazo que había estado ahí, latente e impaciente entre los dos, durante más de seis mil años. Crowley hundió el rostro en el blando hombro de Aziraphale, mientras que este le acariciaba con extrema suavidad y ternura la huesuda espalda. El silencio volvía a llenar la habitación como una espesa niebla; sin embargo, esta vez no era un silencio incómodo, sino lleno de emoción y sentimientos que no podían ser formulados con palabras.

Mantenerte a salvo || Good OmensDonde viven las historias. Descúbrelo ahora