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La lluvia le calaba los huesos a medida que avanzaba por las calles de la ciudad

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La lluvia le calaba los huesos a medida que avanzaba por las calles de la ciudad. Cubría como podía con sus manos la mochila en la que había guardado todo aquello que pudo, todos los pequeños recuerdos de aquella identidad que poco a poco habían intentado fragmentar y destruir. Las gotas de agua chocaban con el borde de sus gafas de pasta, explotaban y se derramaban por sus pestañas negras, como las lágrimas que no hacía brotar.

Ya era de noche, pero no demasiado tarde como para estar solo por las calles. Algún viandante lo observaba, con sus paraguas en mano y las palabras de consuelo contenidas en los labios. Él prefería no fijarse en nada ni nadie, desviar rápidamente la mirada, agitar su cabeza y parpadear, como una forma desesperada de recuperar algo de su vista empañada. Las luces de los locales seguían encendidas, de un tono anaranjado o dorado que lo atraía como una mosca sin planes ni futuro.

Supuso que ya estaba lo suficientemente lejos, que ya necesitaba un descanso si no quería que se le llenase de hongos la ropa al primer día de marcharse de casa —lo que pasase con él ya era menos relevante—. Había un local llamado White tail, más pequeño, más discreto que los demás. Entró sin pensarlo demasiado, dejándose llevar por la música que sonaba desde el interior y le aportaba cierta tranquilidad por su tono ligero —lo último que necesitaba era entrar en un bar que se convertía en pub por las noches—.

Allí, en el pasillo del bar solitario, deambulaba un camarero fregando el suelo y un barman limpiaba los últimos vasos antes de posarlos en un alargado estante de madera.

—¿Vais a cerrar? No me fijé en si había un cartel de...

—Pues la verdad es... Oh, niño, ¿qué te ha pasado? Ven aquí, ven aquí. —No pudo comentar nada más, con el hombre detrás de la barra acercándose a él y quitándole la mochila y la chaqueta azul con rapidez—. ¡Estás congelado, cielo santo! ¡Rintarou, dale algo de tu ropa, que debéis de tener la misma talla!

El camarero solo detuvo el paso de sus dedos por la fregona y la enterró en el cubo. No se movió durante unos segundos, con los ojos fijos en él. Eran claros y rasgados, tan profundos como para sentir que atravesaba su alma y descubría cada uno de los secretos por los que estaba allí. Debía admitir que sí que se parecían, pero más allá de su complexión. La forma de su cabello negro, corto y desordenado le recordaba al suyo, junto con aquella barbilla puntiaguda y sus brazos alargados. Sus dedos, contraídos sobre sus caderas, sí que eran mucho más colosales y torcidos, pero también debía admitir que no había trabajado en la vida. Su cuerpo espigado y el tamaño de sus muslos también era similar. Si no fuese por aquellas manos y aquellos ojos, tendría miedo de los nuevos delirios de su mente.

—Como quieras, pero me pagarás horas extra, Aran.

El mencionado se echó a reír, pero jamás apartó la mirada del recién llegado, como si fuese su misión protegerlo de la hipotermia. Él seguía sin habla ante aquel trato tan cálido, pero por lo menos alcanzó a quitarse la bufanda y posarla sobre el abrigo que ahora colgaba en el perchero—. Ya íbamos a cerrar, pero no creo que estés aquí para tomar una cerveza. ¿Te ha pasado algo, niño? ¿Debemos llamar a la policía? ¿Qué necesitas?

Insight; AkaSunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora