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Cuando estaba llegando a la facultad me di cuenta de que algo me estaba faltando pero no sabía qué. Entonces, me puse a pensar. Yo estaba seguro de que no era nada material. Era simplemente algo que me hacía sentir incompleto. Lo que hice fue ponerme a analizar qué cosas me estaban faltando para sentirme completo. Y si había algo que me hacía sentir bien era, sin lugar a dudas, molestar anónimamente a los demás. Primero llamé al ascensor y lo esperé. Mucho no me gusta esperar así que empecé a mirar a mi alrededor para hallar mi próxima víctima.

Cuando estaba en la escuela primaria, yo era de los alumnos que solían ser molestados por los más grandes. Siempre pasaban y me empujaban brutalmente o recibía algún escupitajo sin ningún motivo. Hasta que un día uno de los grandulones me dijo que hasta que no sintiera el poder que te daba el maltratar a los demás no lo iba a entender. Desde entonces decidí intentarlo para comprobar que tenía razón y no solamente noté que era cierto sino que también noté que en realidad lo disfrutaba.

El ascensor llegó finalmente y me dispuse a subir. Detrás de mí venía un hombre de unos treinta años aproximadamente. Él estaba bien vestido y llevaba unas carpetas grandes llenas de hojas y una mochila grande. Primero subí yo y me encargué de cerrar las puertas para que las mismas lo golpeen con fuerza. Hasta acá, todo era normal. Yo seguía sintiéndome incompleto así que solo me disculpé, fingí que no lo había visto y le pregunté a qué piso iba. Él me dijo muy inocente que iba al sexto y presioné el seis. Yo en realidad no iba al sexto pero me gusta retrasar a la gente así que por más que vaya al primero o al segundo voy en ascensor.

En el sexto piso, como de costumbre, no había nadie. Lo dejé bajar a él primero para ver qué hacía y yo lo observaba apenas unos pasos por detrás. Para mi suerte se fue directo al baño. Digamos que para mí se encerró solo. Es como que un delincuente se ponga él mismo las esposas o que un pez muerda un anzuelo sin carnada. Yo, como siempre, estaba listo para fastidiarlo. Lo seguí y una vez que él cerró la puerta de uno de los cubículos saque de mi mochila un pegamento de secado rápido. Igual, esto del secado rápido mucho no me sirvió porque mi víctima se pasó unos quince minutos ahí adentro. La tardanza me facilitó para poder trabajar tranquilo. En mi mochila llevo muchas de estas cosas para poder molestar a la gente. Lo que hice fue sacar un tarrito con pintura roja y lo mezclé con un  poco de agua. Después agarré un gas pimienta y lo dejé a mano. Cuando el hombre intentó salir yo entre en acción y definitivamente mi sensación de vacío desaparecía lentamente.

Fue ahí cuando recordé aquellas sabias palabras que me alentaban a hacer sufrir al resto para sentir ¨el poder¨.

Con toda la adrenalina que me hacía sentir el ruido del hombre tratando de salir del cubículo yo tiré, silenciosamente, el tarro con pintura roja en el suelo junto con muchos papeles. Tiré un poco de pintura también en el espejo gigante del baño y en la puerta dibujé, con un papel lleno de pintura, el número seis. Toda la escena era una obra de arte. Y yo era el artista más feliz con su creación. Aun no satisfecho agarré el gas pimienta y el poco de pintura que quedaba y se lo tiré al hombre por el espacio que había en la parte superior de la puerta. El hombre empezó a gritar  por el dolor y el ardor que le producía el gas y yo me fui corriendo al aula del segundo piso.

Unas semanas después me lo volví a encontrar en el ascensor y sin preguntarle le marqué el piso seis y le dije: ¨Muchas gracias por enseñarme hace muchos años el valor del poder y el regocijo que produce¨.

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