Nubes de algodón

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JEREMIAH

Nunca creí que el cielo podría verse más hermoso hasta que el avión estuvo en él y pude observar por la ventana cómo las nubes cambiaban a tonalidades que no era posible ver desde la tierra, incluso en los mejores atardeceres.  Las maravillosas formas que tomaba el algodón blanco que sobrevolaba lograban tranquilizar un poco el miedo y la emoción que hacían a mi corazón dar saltos y a mi estómago sentirse apretado como si de un nudo blake se tratara. No tenía nada que ver con que esta fuera mi primera vez viajando en avión, mi intranquilidad se debía al por qué estaba en ese avión, más exactamente a lo que me esperaba al aterrizar.

Hacía ya una semana que el papá de Milo se había presentado en la cafetería donde trabajaba mi tía para pedirle que me dejara acompañarlos al viaje que hacían cada año por las vacaciones. Yo ya estaba enterada, Milo me lo había contado la noche anterior. Cuando lo mencionó, me había negado rotundamente; siempre me había sentido incómoda aceptando la ayuda y los constantes regalos que Milo y su padre insistían en obsequiarme.

Milo era mi mejor amigo y éramos tan unidos como el hidrógeno y el oxígeno en una gota de agua. Lo único que me molestaba realmente, era su constante insistencia en hacerme regalos. Y aunque yo agradecía mucho aquello que no podía despreciar, no me sentía muy cómoda aceptando cosas nuevas, ni mucho menos viajes.

El padre de Milo, el señor Dylan Brown era el gerente de la sede en Nueva York de una de las empresas de comunicaciones más importantes del país. Prácticamente trabajaba para cumplir cada uno de los caprichos de su hijo, que no eran muchos en realidad ya que Milo era muy sencillo en comparación con el resto de chicos adinerados de la zona.

Al principio me sentía bastante intimidada con su estilo de vida, pues aunque ya estaba familiarizada con el tipo de vida que llevaban los habitantes de Manhattan, donde se encontraba la cafetería que administraba mi tía, nunca había tenido la oportunidad de vivir un poco de esa vida, hasta que conocí a Milo.

Aún lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Conocer a Milo fue la mejor casualidad que pudo haberme ocurrido, ocurrió mucho antes de que nos mudáramos a Brooklyn, cuando mi tía era aún una mesera en la cafetería que ahora administraba. En esa época vivíamos en Queens, al otro lado de la ciudad.

Era una tarde lluviosa de octubre, y yo tenía tan sólo diez años, estaba en los escalones de la escuela esperando a mi tía, que se estaba demorando más de lo usual en pasar por mí. A medida que pasaban los minutos la lluvia se hacía más pesada y el resto de los niños desaparecían con sus padres o sus hermanos mayores. Yo me habría podido ir sola pues la cafetería quedaba a tan sólo unas cuadras de la escuela, el problema era que no tenía un paraguas y no podía mojar mis libros de texto. Así que había decidido quedarme sentada a esperar a que mi tía apareciera con un paraguas o a que pasara un poco la lluvia, lo que ocurriera primero.

Mis tripas empezaban a hacer sonidos de protesta cuando vi a un niño de mi edad pasar frente a mí con un paraguas. Me di cuenta por el uniforme, que asistía a una escuela privada, pues en las escuelas del gobierno, como a la que yo asistía, no llevábamos uniformes. Aún recuerdo la gracia con la que caminaba el chico, como un adulto en el cuerpo de un niño, su uniforme impecable y las zapatillas como recién lustradas. Y entonces él al sentirse observado había girado la cabeza, y su mirada había chocado con la mía por una milésima de segundo pues yo había retirado la mirada al instante.

–  No deberías hacer eso, se ensuciarán tus medias – escuché decir al chico que había empezado a subir los escalones. No fue hasta ese momento que me di cuenta que había estado chapoteando en un charquito que tenía en frente. Levanté la mirada pero no pronuncié respuesta, sólo detuve el juego que tenía con los pies y me encogí de hombros –  ¿Qué haces ahí sola? – había preguntado el niño que se veía bastante más alto desde cerca.

–  Espero a que pare de llover – le había respondido en voz baja y la mirada clavada al suelo. Mi tía me había enseñado bien que no debería hablarles a extraños.

– ¿Vives cerca? – preguntó el chico sentándose a mi lado.

–  No, vivo al otro lado de la ciudad – esa vez lo había mirado y la sonrisa amable dibujada en su rostro me había hecho sentir más cómoda.

– ¿Vas al paradero entonces?

–  No, voy a la cafetería donde trabaja mi tía -. le había respondido cortante.

–  Vamos, te llevaré – dijo el niño poniéndose de pie y tendiéndome una mano.

–  No debo ir con desconocidos – objeté mirándolo desconcertada.

–  Bien dicho. – dijo el chico sonriéndome –. Mi nombre es Milo, tengo once años y vivo aquí cerca, ¿cómo te llamas tú?

–  Jeremiah – respondí incómoda. Los niños de la escuela se burlaban pues decían que tenía un nombre masculino, mi madre había decidido llamarme como mi abuelo.

–  Bonito nombre, ya no somos desconocidos. Vamos – dijo el chico tendiéndome una mano nuevamente.

Recuerdo haberlo mirado fijamente, desconcertada y frunciendo el entrecejo hacia este niño que se comportaba como un adulto y que por alguna razón desconocida me hacía sentir segura. Pero así pasa con las amistades reales, son como flechazos de amor a primera vista, flechazos que no te rompen el corazón, sino que te lo curan.

Yo había dudado por unos segundos, pero tras pensármelo bien había tomado la mano de Milo y me había encaminado con él. Y hasta ahora, esa mano aún me sostenía y no sólo en días de lluvia.

Desde ese día se hizo una costumbre de Milo recogerme en la escuela y llevarme a la cafetería, donde se quedaba conmigo hasta que se hacía de noche, pues yo tenía que quedarme en una mesa del local o en la oficina hasta que mi tía acabara su turno y él habría tenido que irse a su casa sola a esperar a que su padre llegara del trabajo. Milo y yo pasábamos horas juntos comiendo papas fritas y malteadas de todos los sabores, riéndonos de los chicos remilgados de su escuela y los estúpidos de la mía.

Sin embargo, ahora, faltando dos años para graduarnos, el señor Brown había decidido inscribir a Milo en un internado. Así que, al finalizar el verano, Milo y yo sólo íbamos a vernos los fines de semana.  Por eso no se me hizo extraño que el señor Brown hubiera decidido incluirme en las vacaciones.

–  Vamos a Los Ángeles Jeremiah. Estaremos a cinco horas de Hawaii – había dicho Milo esa noche, a sabiendas de que eso me haría aceptar de inmediato, pues el lugar me ponía a sólo ochocientos kilómetros de Honolulu. Siete mil más cerca de lo que estaba ahora en mi pequeño apartamento en Brooklyn.

Mi corazón estuvo dando saltos toda la noche. Y esa mañana cuando mi tía aceptó que fuera al viaje con Milo y su padre; lo único que ocupaba mi mente, y la de Milo para tal caso, no era decidir qué sitios visitaríamos este verano; era la forma en la que íbamos a lograr que yo, Jeremiah Scott de dieciséis años llegara a Hawaii, con la ayuda de Milo Brown de diecisiete, y todo esto sin que el señor Brown se diera cuenta.

Un repentino golpe proveniente de la parte inferior del avión me hizo despertar de mi ensoñación informándome del aterrizaje, Milo que dormitaba a mi lado abrió los ojos y bostezó.

–  Llegamos – dije más para mi misma que para el chico a mi lado, Milo me dio un apretón en la mano y me obsequió una sonrisa tranquilizadora sin pronunciar palabra.

***

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