Harry

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Desde que descubrí que amabas mis sandwiches, convertí en hacerte el sándwich perfecto mi motivo de vida.

Cada mañana probaba nuevas combinaciones, cambiaba marcas, carnes, aderezos y ensaladas con el único objeto de encontrar la mezcla ganadora. Tú decías que todos eran fabulosos, que todo lo que hacía te gustaba, pero yo buscaba uno en específico, yo lo reconocería mirando tus ojos en la primera mordida, pues está era la importante, la que lo definía todo.

Resultó que, y francamente no sé cómo no lo comprendí antes, te gustan las cosas sencillas. Mi pan casero, con una rebanada untada de mayonesa tostada y la otra con mostaza. Jamón del más barato que hay en la tienda de la esquina y queso amarillo. Y ya está, no necesitabas más, aunque te ofreciera el mundo entre dos piezas de pan.

Recuerdo la primera vez que nos quedamos despiertos hasta el amanecer, sólo tú y yo. Estábamos tan cansados pero aún así no dormimos, porque sería desperdiciar tiempo juntos en una nimiedad como descansar. Vimos el amanecer en tu balcón y yo acaricié tu suave pelo castaño, mientras te susurraba que el amanecer nunca sería tan bonito como tú.

Recuerdo también la última, cómo no hacerlo. Te habías puesto mi playera favorita porque la que traías se manchó de salsa. Bailamos en la cocina como si fuera una pista de baile. Bailamos y bailamos hasta que nos dolieron nuestros pies desnudos. Entonces te cargué y te llevé al balcón, mientras golpeabas mi espalda y me decías que te bajara. Te bajé y entre risas me dijiste que me odiabas, pero ya sabía yo que nunca lo dirías en serio.

Amaneció y te dije que te haría el desayuno. Dijiste que no, tenías prisa. "Solo hazme uno de tus sandwiches, por favor". Te lo hice y te lo entregué en la puerta. Le había pegado una nota "Eres mi sol, Louis". La miraste y sonreiste. Me abrazaste, fuerte, muy fuerte. Te costó dejarme ir. Lo sabías. ¿Por qué no me dijiste que no estabas bien? ¿Por qué no me dijiste que tú corazón estaba triste? Habría encontrado la forma de arreglarlo, lo sé. Si tan sólo me hubieras dicho.

Desde entonces, mi desayuno no es otro que la combinación ganadora. Si te lo confieso, casi siempre lloro cuando lo preparo. Quisiera no hacerlo, pero es inevitable. Te recuerdo sentado en la barra de la cocina, balanceando tus pies, esperando y todo se viene abajo. Todos dicen que debo seguir adelante, que un año es más que suficiente. Pero no puedo, lo siento.

Hoy te iré a llevar girasoles a tu rígida y fría cama de piedra, deseando que me hubieras dicho.

El sándwich perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora