Moon children

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Corrí

Mi boca permanecía abierta tratando de conseguir más aire para llenar mis pulmones, el gélido aire nocturno se colaba en mi sistema dándome vitalidad para seguir adelante. Ni siquiera tenía que ver por dónde iba, era puro instinto, era pura intuición.

Miré de reojo al cielo contemplando la enorme luna que me seguía en la carrera hacia la nada, vieja amiga. Las ramas rozaban mis brazos y piernas en un sendero conocido por mí misma, habiéndolo recorrido miles y miles de veces antes.

Y escuché su canción.

Mi boca se curvó en una sonrisa y mi garganta dejó escapar lo que solo puedo describir como un intento de risa golpeada. Uno y otro, todos al mismo tiempo, una canción de unión liderada por quien tenía el aullido más estruendoso.

Canté con ellos.

Dejé que todo saliera, la euforia y la felicidad que recorrió mi ser era increíble, era todo, lo eran todo, él era todo.

Los escuché a mi alrededor, no me seguían, pero tampoco los seguía a ellos, simplemente era un flujo meramente instintivo. Mire de reojo a mi derecha, en dónde esa bestia corría conmigo. Un lobo enorme, tan grande como yo misma, con un pelaje completamente azabache, como si hubiese sido dibujado con tinta china.

Y sus ojos, sus malditos ojos rojos que brillaban y llamaban.

Mi Alfa.

Solo era cuestión de tiempo para correr a su lado de la misma manera que todos los demás, porque ese lobo, ese Alfa roto había formado su manada con retazos sobrantes de las masacres que me precedían, sucesos que me habían sido ajenos antes de que ellos llegaran aquí. Porque eran todos, podía sentirlos casi individualmente, al lobo café, al blanco y al rubio, a la loba de pelaje negro que, ni de chiste era tan obscuro como el Alfa, mi Alfa, mi lobo.

Y yo, una humana.

La humana que corre con los lobos.

La humana que estaba atada al Alfa de la manada.

La carrera cesó cuando llegamos al claro, en donde los lobos se frotaban unos contra los otros, jugaban y mordían los talones porque eran familia, éramos una familia, mi manada. Yo solo me detuve, hiperventilando mientras recuperaba el aliento sin quitarle los ojos a la luna, feliz del regalo que me había dado después de haberlos encontrado.

Porque nos encontramos, ambos, no solo él sino toda la manada.

Mi Alfa se acercó, golpeó mi mano con su nariz fría y no pude más que acariciar su cabeza, él se frotó en mi costado sentándose a mi lado, imponente. Lo miré y sus ojos centellearon en rojo vivo, sabía que los míos centellearían en dorado, porque era una de sus betas, era parte de él.

Aulló.

Los demás dejaron de jugar y aullaron con él, mientras que yo me les unía, entonando una canción de unión, porque estábamos juntos.

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No podría decir que mi vida era común y corriente, la herencia de mis padres era la vieja casa entrada en el bosque en donde tenía que caminar alrededor de veinte minutos para poder llegar a la parada del autobús que podría llevarme a la ciudad. Pero no necesitaba nada de eso, mi huerto me daba todo lo que necesitaba, un camión venía una vez por mes por suministros para un par de restaurantes que me pagaban bien, y con eso compraba lo necesario, porque no necesitaba más.

Luego llegaron ellos.

Una manada de lobos salvajes rodeando el huerto olisqueándolo todo. Cuando los vi, lo primero que pensé fue en llamar a emergencias, no quería aparecer en las noticias como la mujer a quien habían asesinado los lobos y murió sola, porque nadie estaba ahí y su cadáver lo encontró el sujeto que venía a recoger los vegetales.

Luna EscarlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora