Antínoo en Constanza

9 2 0
                                    







Antes de entrar en el baño encajé de un portazo la puerta al marco con mis pies cubiertos por mocasines negros. Me tambaleé hasta la bañera con las manos frente a mi pecho sin camisa pero en franela, prefiriendo distanciarlas de cualquier superficie. Porque estaban contaminadas y viscosas.

La baldosas blancas y la cegadora luz del bombillo. Mis mocasines negros y sus suelas rojas. Las canillas de la tina brillando más que la alianza en mi mano. La llave abierta, y de sus vísceras una catarata. Pulmones convulsivos, un velludo pecho agitándose. Y en mi mente un jazz de siete cuartos de Duke Ellinton. Todo era una sucesión de sin sentidos. Los contaba para calmar mi psicosis mientras miraba el agua caer. Esto hasta que la tina se llenó a tope.

Entonces me desnudé. Dejé la camisa sucia que tendía de mi hombro izquierdo en el lavado y por fin miré las baldosas que había ensuciado a mis espaldas. En donde aquellas suelas rojas dejaban detrás de si un camino de pasos bermellón. Volví el rostro y tanteé terreno con un pie hasta sumergirme en el agua.

Refregué mis manos con aspereza. Porque era lo que merecía. Lo hice una y otra y otra vez. Cien veces. Diez millones. Hasta que se alzaron al rojo vivo y más comprimidas que las de un abuelo. Los brazos, espalda y cara también recibieron su merecido. Hasta que al escapar de mis compulsiones renací más blanco que un albino. Y con el escozor de una nueva piel miré el fondo de la bañera, donde se filtraban entre las tuberías mis pecados.

Con los pantaloncillos nuevamente puestos volví a ver la camisa. Y ella me regresó la mirada. Enardecido, la ahogué en agua. Porque al igual que mis manos, ella era testigo de mis faltas. Así que la maltraté tanto como lo había hecho con mi piel, y al levantarla, recibí un tour por los caudales que escurrían de ella y se posaban cerca del colador. Burlándose de mí. Fluyendo por el fondo del lavamanos como el río más contaminado del mundo.

Me urgía una bolsa. Necesitaba ocultar la evidencia. Pero tampoco quería salir.

Me vestí de nuevo. Esta vez con la franela traspirada por encima del cinturón de piel y la camisa hecha un bollo. Afloré la cabeza desde el interior del baño para espiar el cuarto y lo que en su intimidad escondía. Una ampolla de vino tinto rota. Manchones rojos en el alfombrado. Y un cuerpo inmóvil desarropado en la cama.

Evadí la calamidad que inundaba el suelo y me aferré al único celular que reposaba en la mesita de noche. 19:30 pm. Llegaría tarde a cenar, y Barbara llamaría para saber de mí. Así que guardé el teléfono en el bolsillo trasero y tomé la bolsa de regalos para embutir mi inundada camisa. Saqué mi chaqueta desde debajo de la cama y troté hasta la puerta sin mirar atrás.

— Lo harás de nuevo  ¾ me llamó con voz ronca. Adormilada. Picaresca. — Te irás sin despedirte.

Casi sufro un infarto. Volteé para verle tan desnudo y sublime. Tan viril. Eran todos mis yerros fundidos en un prieto y corpulento cuerpo. Uno que se ensanchaba sobre las sabanas y flexionaba los mullidos brazos desperezándose. Dilatando sus piernas entre si. Una y otra vez. Me acerqué solo dos pasos e hice un vago saludo con la mano.

— Adiós.

— Debes aprender a relajarte — se mofó. Luego volvió a bostezar y se sentó sobre sus rodillas. Sonrió ante mi reticencia a mirarle y soltó un bostezo falso.— Nos vemos el próximo fin de semana ¿sí?

Dudé. Entonces...

— Yo te llamo.

Lejos de un final felizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora