Único

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Mi hogar nunca había sido uno en realidad.

Siempre me había sentido encerrado en esa iglesia, las paredes se sentían sofocantes, las voces de las monjas resonaban en los pasillos, el techo parecía que se podía caer en pedazos y nunca se nos había dado el permiso de plantar flores en ese horroroso patio de tierra, más que un convento, siempre había sentido que mi hogar era una cárcel.

Mis amigos normalmente no le daban demasiada importancia, todos éramos huérfanos, unos niños que no tenían nombre ni dónde caer muertos, unas personas que podían desaparecer en cualquier momento y nadie nos velaría, ni siquiera el mismísimo al que éramos obligados a llamar Padre, y aún sólo teniendo diez años, la idea de eso me comía por dentro.

Sabía que no teníamos futuro, en algún momento en tu vida de pesimista lo comienzas a aceptar, te das cuenta de que como niño perdido no muy alto vas a llegar y aún cuando los curas nos hablaban de vivir una vida de ensueño, siempre supe que era un chico que pertenecía al cemento. Todos mis compañeros hablaban de todas las cosas que iban a conseguir, de todos los objetivos que iban a completar, y yo simplemente me quedaba a un lado, suspirando, porque el sol nunca me había iluminado así, y sabía que nunca lo haría.

Recuerdo todos los años que viví en ese convento, en esa casa que hacían llamar del Poderoso, de todos los años hubo solamente un punto en el que no sentí frío. Recuerdo esa tarde de Julio, había llovido torrencialmente toda la noche anterior, el cielo estaba teñido aún con escalas grisáceas, el viento silbaba en busca de compañía y las monjas nos habían mandado a agradecer por el maravilloso diluvio que nos había azotado ayer, temblábamos de frío mientras nos llevaban a la parte principal de la iglesia más a nadie parecía importarle más que a mí, por lo que simplemente me mantuve a raya tratando de ignorar el modo en el que me temblaban los huesos. Rowoon, el chico que iba a un lado mío, me miró como si fuese un bicho raro.

Sus ojos verdes se clavaron en mi piel, solo atiné a seguir caminando. Se aclaró la voz, tal vez demasiado serio para un niño de 12 años.

- ¿Por qué no te gusta aquí? - La pregunta me golpeó directamente y un aire de confusión cruzó mi cabeza

- Sería un tonto si disfrutara del matadero, ¿no? – Lo dije con toda la confianza del mundo en ese momento, sintiendo como la soledad se agarraba de mi piel, enraizada - ¿Tú crees que los animales disfrutan ese viaje? Sé que nos hablan de cumplir nuestros sueños, pero ¿a qué van a aspirar chicos cómo nosotros?

El chico me miró con los ojos entrecerrados, desafiante.

- A salir, por supuesto.

Nos frenamos unos segundos después de eso, las puertas se formaban inmaculadas frente a nuestros ojos, Rowoon me tiró el brazo para que avanzara y de un tropiezo casi quedé metido en una de las bancas, solté un bufido molesto, ¿no podía este chico dejarme en paz?, al parecer no.

Fuimos acomodados en los banquillos en cuestión de segundos, comenzando con nuestras oraciones de una vez por todas y declarando que mi tiempo de aburrimiento había comenzado. La religión no me daba un cobijo, pero entendía el porqué la gente se aferraba a ella así que aún cuando quería salir corriendo del lugar, me aferraba a la idea de que aquí al menos pertenecía a algo.

Agradezco el haberme quedado ese día, como si fuese cualquier otro.

En medio de las oraciones se sintió como el ambiente se ponía cada vez más cálido, el exterior comenzaba a calmarse después de horas de furioso berrinche y por fin volvía a sentir los dedos de mis pies. Un burbujeo creció dentro de mi cuerpo al sentir como los rayos de luz se colaban por las ventanas de atrás, dándole algo de vida al ambiente. Abrí los ojos por pura curiosidad, aún cuando me pudieran regañar, la vista de los rayos de luz me daba algo de felicidad sin realmente un motivo bueno, y fue ahí cuando pasó.

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