Capítulo 3

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— Nilikudhani dhahabu kumbe adhabu —susurró—. Nilikudhani dhahabu kumbe adhabu.

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Aquel había sido un día como cualquier otro. Comenzó con un desayuno aburrido en compañía de su dama de compañía y su prometido. ¡Qué extraño era llamar así a alguien con quien apenas había cruzado un par de frases corteses! Neal, necesario es decirlo, era un hombre bastante... a falta de una mejor palabra: hosco; muy poco efusivo y que no había tenido una infancia buena, pero que intentaba con esmero demostrarle que quería ofrecerle todo cuanto ella deseara; que se sentía orgulloso de poder llamarla «mía» (quizá ese fue su principal error); y que pasó la primera semana de su convivencia en África intentando hacerla gozar de su compañía; procurando, en la medida de sus posibilidades, entablar una conversación amena con ella. Pero, aunque su educación le permitía hablar de arte, literatura y otros temas interesantes, era innegable que no se sentía cómodo fuera del mundo de los negocios y, además, era evidente que no era una persona capacitada para los tratos amables y sutiles. Era claro que nunca había sido tratado con cariño y, por lo tanto, no sabía hacer lo propio con alguien más. Quizás, después de todo, si se comparaba con él, ella no era tan desafortunada como creía.

Después del desayuno, Neal se había despedido y partido al trabajo asegurándole que regresaría a tiempo para cenar juntos, así que ella tendría —de nuevo— un día entero para hacer lo que mejor hacía desde que había llegado a ese pueblo: ¡nada!

Pasó la mayor parte de la mañana en el estudio, con un libro abierto sobre el regazo, mirando la ajetreada vida del pueblo desde la ventana. Observando a hombres y mujeres de piel oscura y alegres maneras —vestidos de brillantes colores— caminar al lado de sobrios hombres blancos vestidos con aburridos y elegantes trajes de tonos claros y telas frescas. Su dama de compañía, la señorita Ponny, había pasado días enteros viéndola encerrarse en esa habitación y mirar por la ventana, negándose a salir y disfrutar del ambiente tan vivo que había fuera de la casa.

Ese día, como todos los demás, después de tomar un té con ella, la señorita Ponny intentó de nuevo, sin esperanzas de recibir una respuesta afirmativa, sacarla de su ensimismamiento, y, para su grata sorpresa, la rubia accedió —más por aburrimiento que por gusto— a dejar el espacio confinado entre paredes en el que se encontraba, para respirar el aire puro y lleno de libertad que desde su llegada había estado observando.

Así que, antes de que su señora pudiera arrepentirse, la anciana y bonachona señorita Ponny corrió en busca de una sombrilla, su bolso y a todo pulmón gritó el nombre de su traductor.

Reth, el joven y alegre africano que tenían a su disposición, las acompañó con gusto, contando tantas historias como le fue posible y diciendo todas las palabras en suajili que la señorita Ponny quería conocer.

Mbwa [3], Ndege [4], Nguruwe [5] —decía en respuesta a cada una de las cosas que la anciana señalaba.

Candy caminaba sin prestar mayor atención a nada, viendo sin ver y apenas escuchando lo que Reth decía. Todo le parecía aburrido. Todo era tan monótono. Todo era tan...

¡Tanadhari![6] —gritó alguien, haciéndola volver a la realidad—. ¡Kinyegele![7]

Una diminuta figura peluda pasó corriendo al lado de la señorita Ponny y Reth, que caminaban frente a Candy; y antes de que la joven pudiera siquiera moverse, la criatura saltó hacia ella, subiendo por su vestido hasta posarse sobre su cabeza.

—¡Kinyegele!, ¡Kinyegele! —Gritaban todos, señalando hacia lo que fuera que había trepado por su cuerpo y alejándose de ella tanto como podían.

NakupendaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora