"I didn't have it in myself to go with grace"

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"You know I didn't want to
have to haunt you,
but what a ghostly scene"


Su respiración seguía desbocada aunque llevara varios minutos despierto, observando las ascuas apagadas de la chimenea. Todavía ante él, se presentaba ese ataúd de cristal, hecho para un príncipe, no para un mero soldado, y todavía podía apreciar sus ojos azules abriéndose bajo el primer montón de tierra que sepultaba su cuerpo para siempre.

Solo había sido un sueño. Solo una terrible pesadilla causada por el estrés. Solo un pensamiento sin sentido. Y aun así, el miedo se le agazapaba en el cuerpo, tan adentro que todo lo que había a su alrededor se había vuelto negro como la noche del entierro. Lo único que lo anclaba a la realidad era la respiración de su esposa, suave como un tenue hilo que amenazaba con romperse en cualquier momento.

Fue ese mismo miedo lo que le llevó a vestirse a tientas, todo de negro a pesar de que la oscuridad no le permitía diferenciar los colores, y a tomar un caballo que le llevara a las puertas de cementerio, aunque sabía que estaban cerradas. En el camino, agarrando con fuerza las riendas, intentó en vano discernir qué temía exactamente.

Se decía entre dientes, con el sudor congelado por el frío de la noche, que era por la idea irracional de que John estuviera agonizando bajo tierra. Aunque eso era imposible porque había visto su cadáver y la bala que le extrajeron y porque el entierro había sido hacía ya cuatro años y porque, por muchas penurias que hubiera sobrevivido John, la muerte se había cansado de jugar con él y le había raptado para siempre, tomándole como un amante eterno.

La otra opción, el otro camino de la encrucijada, la otra razón por la que le aterrorizaba esa pesadilla escabrosa era más difícil de poner en palabras.

Dejó el caballo a la deriva en uno de los muros que rodeaba el cementerio y se acercó a las rejas de la puerta, donde el hierro contenía toda la gelidez de los difuntos. Era una noche clara, sin nubes, ni luna ni estrellas, solo con una oscuridad infinita, con un silencio ensordecedor que aplastaba a todos los que se atrevieran a estar despiertos.

A pesar de la falta de luna, Alexander pudo saltar la valla sin temor a caer y dejar, literalmente, de estar en el lado de los vivos. También sin luz pudo guiarse por las tumbas, siguiendo los caminos al borde de las lápidas que le hacían verse como un Aquiles infante, siendo conducido al Hades para sumergirse en la helada laguna Estigia y convertirse en un fuerte héroe. Nada más lejos de como él se sentía entre las piedras y cruces mal ensambladas, alrededor de las cuales algunos hierbajos se permitían desafiar a la muerte.

La tumba de John no era tan fastuosa como se esperaría de un niño de dinero y caído en batalla, pero era la más reconocible, con la lápida de mármol blanco manchada de decadencia, como un signo inequívoco de que nadie había ido a verla en mucho tiempo. La tierra frente al mármol estaba seca, compacta, dura, con una tímida flor brotando de ella. Nada, absolutamente nada indicaba que un vivo se estuviera retorciendo bajo ella, intentando escapar.

Pero tampoco nada aseguraba que el muerto siguiera allí.

Alexander caminó hasta la lápida, con más miedo que reverencia. Había llegado hasta allí ¿para qué exactamente? Buscaba alivio, calma, la sensación de que la pesadilla era, en efecto, irracional, pero no conseguía disipar el continuo escalofrío que le recorría desde que se había levantado. ¿Qué esperaba encontrar a John de pie delante de él, vivo? Por supuesto que eso no iba a suceder.

John estaba allí, claro que sí.

Pero detrás de él.

Cuando se dio la vuelta, sus ojos azules iluminaban la noche cerrada, como un segundo sol. El corazón se le paró con tanta fuerza que la boca le supo a sangre, a metal y, como hacía muchos años, a pólvora y tinta y a dolor.

My tears ricochetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora